sábado, 20 de enero de 2018

Una carta/crítica a un poeta con sagrado dominio del don... "Devocionario pop", de Alejandro González.


Bucear en los archivos permite rescatar desagravios: Devocionario pop o la crítica privada que se alza a pública, sin cambiar ni una coma, como si la osadía del desvío arbitrario, a fuer de sincero,  mereciera aplauso...


Barcelona, 25 de agosto de 2009


Estimado Alejandro:
          Todo llega y lo prometido es deuda. Te dije que compraría y leería el libro con atención y ambas cosas están hechas. He tardado porque, como creo haberte dicho con antelación, estaba preparando el trabajo de investigación del último curso de doctorado, para presentarlo al DEA y me ha ocupado seis meses de más que intenso de trabajo, porque investigaba sobre un tema, lo autobiográfico –concretado en el cotejo de los dietarios de Vila-Matas y Gimferrer– , sobre el que no había trabajado nunca antes. Ello me ha supuesto un esfuerzo de puesta al día y de lectura de la bibliografía esencial que me ha dejado exhausto. Al final, de las 200 páginas que me pedía el cátedro, me he ido a las 407, anexos incluidos, que le he enviado. En fin, enredos académicos a los que te supongo cercano, por lo que has dicho alguna vez. Desde que acabé la carrera me planteé hacer la tesis, pero el trabajo, tanto el del primum vivere, como el del deinde filosofare, esto es, la escritura creativa, se me ha comido el tiempo y el esfuerzo. Ahora, cerca ya –si mantienen el acuerdo de jubilación a los 60 – de la pronta liberación de las tareas docentes, la perspectiva de la tesis me parece un estímulo adecuado y, sobre todo, perfectamente encajable en mi futuro horario de liberado.
                   Pero vamos a lo que nos interesa de verdad: tu obra. No recuerdo bien si, en algún momento, cuando diste noticia de su aparición, decías que contemplabas la obra como algo “casi” del pasado, que aparecía cuando tú explorabas otros caminos formales y temáticos. Si no fue así ésa es, al menos, la impresión dominante que yo he tenido: la del tanteo, la de la prueba, la de la indagación. Como en todo proceso de esa naturaleza inquisitiva, los errores y los aciertos suelen dividirse casi a partes iguales, aunque esto es una exageración. En Devocionario pop (1220-1996) hay más aciertos, sin duda, y logros majestuosos, que suelen asociarse, supongo que es coincidencia, con los sonetos, aunque no todos. 
                       El pero principal que le pondría al libro sería el del desnivel expresivo: que junto a expresiones prosaicas, y hasta banales –“un trovador sin flauta de repuesto” –, haya otras tan cargadas de poesía contundente como la del poema VII: “La oscuridad persiste. Yo me planto”. En ese pero caben otras expresiones como la “magia potagia” la “puñalada aceda” o ciertas rimas excesivamente forzadas como el hecho de que hayan de ser “coros de tragicomedia” los de la musaraña, por ejemplo, animal pacífico donde los haya... Parece ahí que la expresión forzada nos habla más del gobierno del consonante que del consonantador...
                      Es innegable que aflora, aquí y allá, la naturaleza filosófica del autor, y ello se advierte en cierta tendencia a la sentenciosidad que recorre el libro y que, a veces, encuentra formulaciones estupendas, como en “Hay vida en las hojas secas./La broma siempre va en serio”, que acarrea el uso de versos esticomíticos, tan propios de esa inclinación a la sentencia, al aforismo. Hay, por decirlo en términos lógicos, una propensión a la expresión apodíctica, una casi necesidad de “demostrar” convincentemente aquello que se expresa, de la que sería ejemplo sobresaliente el excelente final del poema XX: “todas las sendas llevan al azar”.
           No me preguntes por qué, pero hay ciertas construcciones como “He estado pulsando muertos/desafinando esta certeza ociosa” que se me revelan como expresiones yertas, casi sin ni siquiera la tinta que habría de haber corrido por ellas; se me muestran como una impostura, como una aleación arbitraria, sin intervención humana, más cerca de la escritura automática y de los poemas dadaístas; hay una suerte de “maquinación” en la expresión que la priva de referente humano. Pasa después, también: “fríos como el limón en un despacho/en el que se ventilan cajas rotas”. Todo ello, sin embargo, contrasta poderosamente con un final de poema: “Practico la autopsia a la nieve/ y escupo tu nombre a pedazos” que, al menos a mí, me devuelven a la plenitud del sentimiento. Sería algo así como un paseo cerebral que desemboca en el corazón, aunque la sangre de éste no llegue a irrigar aquél.
                                    Hay muchas cosas que me han gustado, sobre todo las que se acercan al seguro territorio de la herencia clásica. Y es muy notable el humor “a lo Ferlosio” o “a lo García Calvo” del poema xxxv –excepción hecha de la referencia a Bonaparte, claro está–, cuyo inicio, el “Escribo como escupo”, de Tzara, tan cerca está del “escribo como hablo” de Juan de Valdés. Perfecto ejemplo del clasicismo al que me refería, en la expresión y en el tema, es el poema XXXIX, que me encanta de pies a cabeza y del que se me ha quedado ya grabada la conclusión del segundo cuarteto: “la trama dulce donde no intervengo” y el final rotundo del soneto: “sembrarse sin remilgos en el lodo”, variante bastante afortunada del clásico gongorino; de igual modo que el diálogo con don Luis es todo un acierto. Así mismo, el dominio de la décima en XII, con su final espectacular: “Generosa esclavitud/que alza en lágrimas la leña”, me ha maravillado. No sé si es azar o qué, pero los últimos poemas del libro son, en conjunto, poemas más logrados que algunos del principio, y en los que no hay esas caídas de registro o de nivel que tanto distancian al lector apasionado, al menos a éste que te escribe. La última estrofa del libro, por ejemplo, deja un sabor de boca excelente, el adecuado para seguir leyendo una futura obra: “Frágil es el acuerdo/de los sentidos./Uno al fin solo tiene/lo que ha perdido”, que salta por encima del tópico para alojarse en la memoria con voluntad de impronta, 2ª acepción.
            La poesía, con todo, tú lo sabes muy bien, no es una cuestión crítica, sino de adhesión, de complicidad también. Nuestros poetas son quienes cantan como cantaríamos nosotros, quienes usan las palabras que nosotros usaríamos, aquellos con cuya voz nos podemos identificar absolutamente. No siempre se da ese fenómeno cuando escribimos, y a veces estamos demasiado distanciados incluso de nosotros mismos: hallar una voz con la que identificarnos, convertirnos en nuestro propio poeta, es una aspiración que no siempre se cumple. Este razonamiento parece llevar implícita la idea de que ha de haber una especie de “flechazo” con nuestro poeta, pero no es cierto. Leí y desistí de Claudio Rodríguez para volver a él casi 25 años después y no poder desasirme de su ritmo ni de sus imágenes. A Ángel González siempre he estado atado, del mismo modo que la voz ética de Cernuda se hace tuya en cada poema y acabas tú también vulnerado por la dicotomía que preside su obra. Vengo a decir, con este preámbulo de ociosa obviedad, lo poco que valen y que te han de importar los juicios, acaso inmaduros –que la edad no es garantía de nada, salvo de una mayor proximidad a la muerte–, con que me he atrevido a juzgar tu Devocionario, voz eclesiástica que, a pesar de los pesares, me sigue pareciendo impropia para el volumen. El hecho, además, de remitirte a referencias objetivas, le ha privado a tu voz de cierta autonomía, como he comprobado en alguno de los excelentes poemas que has ido colgando en el blog de tanto en tanto.
                    En fin, no quiero ser más pesado de lo que ya lo he sido en estas páginas. Habrás de disculparme y de perdonarme. Ya acabo. Lo que sí me gustaría es mandarte el libro para que me lo devolvieras dedicado, ¿te parece?
                    Un abrazo. 


P.S. Disculpa que te escriba mediante el ordenador. Mi caligrafía es propiamente cacografía, y tratar de descifrarla es una tarea tan absurda como la de Sísifo, a tenor de la poca “chicha” que se saca en claro, tras el ímprobo y más que probado esfuerzo.

Aunque no siempre dejo comentario, sigue siendo un hábito, para mí, pasar por tu blog para leer cada nueva entrega. Y agradezco tu generosidad al regalarnos con el breve e iluminador ensayo de Ana Leal No todo el mito es orégano, que leí con fruición y archivé con diligencia.

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