martes, 4 de abril de 2017

“La mujer rota”, de Simone de Beauvoir: Un retrato con escalpelo de la vida de tres mujeres fracasadas “prima della Rivoluzione”...


 Obra de madurez, La mujer rota recoge tres nouvelles excepcionales de la más acreditada analista del feminismo en el siglo XX: Simone de Beauvoir.


La mujer rota, de Simone de Beauvoir, que acabo de leer en catalán, La dona trencada, en magnífica traducción de Marta Pessarrodona, es una obra de ficción en la que Simone de Beauvoir narra los fracasos de tres mujeres muy distintas pero a las que une íntimamente, a pesar de sus dispares personalidades, una misma perplejidad: la insospechada dificultad de reconocerse a sí mismas en una identidad fiable y consoladora en el duro trance vital que afronta cada una de ellas: la jubilación laboral y el desapego de un hijo en quien se han puesto poderosas expectativas; la locura de una madre a quien hacen responsable de la muerte de su hija y la privan de ver a su otro hijo mediante una separación que la excluye de la patria potestad y, finalmente, el drama de una mujer que  se ve incapaz de retener a su marido, enamorado de otra, cuando ya ambas hijas del matrimonio se han emancipado. Como se advierte estamos ante una potente materia literaria, en ningún caso ensayística, que Beauvoir elabora desde la perspectiva de la narración psicológica y con recursos narrativos  como el diálogo y el monólogo interior que no solo domina a la perfección, sino que devienen herramientas de suma importancia para conseguir trazar los tres retratos con una verosimilitud absoluta, junto con el uso del diario como estrategia narrativa que obliga a la relectura reflexiva autocrítica. Como suele decirse, asistimos a una imitación de “la vida misma” sin artificios retóricos ni finalidades argumentativas: son tres heridas en carne viva que ninguna de las tres mujeres consigue cerrar, ni mucho menos cicatrizar. La vida de pareja, en la que Beauvoir era una consumada especialista por experiencia propia, tras la tormentosa que vivió con Jean Paul Sartre, y que la llevó a escribir uno de los libros más tristes que he leído nunca -junto con La Bastarda, de su “protegida” Violette Leduc_: La ceremonia del adiós: “Su muerte nos separa. Mi muerte no nos unirá”, se lee en él, a modo de epílogo; esa vida de pareja, digo,  ocupa un lugar fundamental en esta colección de relatos, porque buena parte del sufrimiento de esas tres mujeres está muy unido a la insatisfactoria relación con tres hombres, no necesariamente “culpables” exclusivos de sus profundas heridas. Es evidente que las tres protagonistas escogidas por Beauvoir son hijas de unas circunstancias sociales muy concretas, algo que se aprecia en las marcadas diferencias que surgen en dos de los relatos, La edad de la discreción y La mujer rota, entre los hijos e hijas y las madres correspondientes. Y ello independientemente de la condición de intelectual de la primera o de la dedicación a sus labores de la segunda. Cualquier lector algo avezado advertirá enseguida en las palabras de las tres mujeres muchos rastros autobiográficos perfectamente enmascarados en las bien definidas psicologías de cada una de las mujeres, pero es inevitable que ciertas reflexiones sobre la existencia o sobre el propio destino de las protagonistas sean eco, inevitable, de la obra ensayística de la autora, aunque es cierto que el nivel de elocución de las tres mujeres nunca se aparta de lo que podríamos considerar el nivel adecuado a situaciones perfectamente corrientes de la vida cotidiana. La autora, que no pierde de vista que está escribiendo literatura, prestará una minuciosa atención a parcelas de la existencia de esas mujeres que tienen más que ver con afanes y preocupaciones de cualquier mujer que con planteamientos exquisitos propios, acaso, de una élite, sea intelectual o económica. La lucha contra el tiempo, la vivencia de la decadencia del propio físico o del atractivo, ya sexual, ya caracteriológico, la responsabilidad  propia en los sucesos adversos que les toca vivir o la resistencia a aceptar que sus vidas han sido el resultado de decisiones equivocadas de las que tanto es inútil lamentarse como imposible enmendarlas. Deliberadamente, predomina en las tres narraciones un tono confidencial que busca, en parte, la compasión o el consuelo de los otros, y que, estratégicamente, busca convertirse en espejo de  tantas y tantas mujeres como leerán estas narraciones asintiendo lúcidamente ante la dimensión de las tragedias que se le ofrecen y reconociendo lo que les afecta de ellas, porque La mujer rota busca conectar con la vivencia del fracaso interior inexplicable, ese frente al cual acabamos estando siempre solos. Lo notable, sin embargo, más allá del protagonismo de la mujer en todos los relatos, es la facilidad con que un hombre los lee y es capaz de identificarse con las protagonistas, empatizar con ellas y percibir nítidamente la frágil valla de separación que hay entre ambos sexos a la hora de enfrentarse al fracaso existencial, maternal y parental o al amoroso, o lo común que nos es a ambos, madres y padres, la difícil relación con los descendientes y cómo acusamos el desconcierto, y aun el dolor, de las equivocaciones constantes en que consiste la crianza de los hijos. Es cierto que los modelos de mujer que nos ofrece Beauvoir acentúan comportamientos femeninos no del todo superados en nuestros días, como esa dependencia de la protagonista del último relato, Monique, en La mujer rota, cuya vida ha girado exclusivamente en torno a la seguridad que  le deparaba un matrimonio que, sin embargo, se ha ido degradando sin que ella advirtiera nada alarmante hasta que se consuma el distanciamiento y ella ha de hacer frente a la traición, al semiabandono -porque “comparte” a su marido con la amante “oficial”, por así decirlo-, y a la soledad, de lo que se derivará una crisis personal que rozará patéticamente el suicidio, algo que, sin embargo, está muy presente, y con notable dramatismo, exento, con todo, de cualquier atisbo de vulgar patetismo, en el relato titulado Monólogo, una interpelación desesperada a quien le ha robado la posibilidad de buscar una salida a su desesperación  en el cuidado del hijo superviviente, tras el suicidio, sin explicación alguna, de la hija adolescente. Convertirse, incluso  a ojos de su propia madre, en la responsable del suicidio de la hija, otorga a la protagonista una dimensión de auténtica tragedia con un pathos mantenido, en un auténtico tour de forcé estilístico a lo largo de todo el monologo, si bien el suicidio de la hija, sugerido entre líneas con anterioridad, se guarda casi como sorpresa final que intensifica todo lo ya vivido en los largos prolegómenos del monólogo antes de llegar a la tragedia esencial que martiriza  a la protagonista. Quizás la mujer más cercana a Simone de Beauvoir sea la protagonista del primer relato, La edad de la discreción, en parte porque es profesora y ensayista y en parte porque cuando escribió los relatos ya había cumplido los 60, una edad propia de la jubilación. Las reflexiones que va dejando caer la señora “de armas ideológicas tomar” tienen un nivel intelectual al que difícilmente llegan las otras dos protagonistas, pero lo que sorprende en la narración, sin embargo, es el estrecho empecinamiento moral en el rechazo a lo que ella solo entiende como “deserción” de su mimado vástago, quien abandona la expectativa de brillante inserción en el mundo universitario que su madre iba construyendo para él por un empleo al servicio de la Administración reaccionaria, lo que la madre entiende como un “pasarse al enemigo con armas y bagajes”. Sorprende, ya digo, ese temperamento intransigente, ese sectarismo monolítico en el que el hijo se ve incapaz de abrir ni la más mínima grieta de flexibilidad emocional que fuerce a su madre a reconsiderar su postura de no querer verle ni oírle ni hablarle, y es reconfortante verla achacar a la “perniciosa influencia” de su nuera el cambio de orientación vital del hijo. El marido, impotente ante el sufrimiento y la pose victimista de su mujer, asiste como espectador mudo al numantinismo trasnochado de su mujer, una suerte de mentalidad integrista en nada distinta de la del otro espectro del arco ideológico. Y mientras que la madre decepcionada sentencia que un adulto es una criatura inflada de edad, su marido opta por un es cierto que la historia de la humanidad es hermosa. Es una pena que la de los humanos sea tan triste. Y este es el otro nexo de unión entre las tres historias, el de la tristeza que afecta a las tres, en diferentes grados de intensidad. Porque, más allá, ya digo, de condicionantes sociales o culturales, lo que une a las tres mujeres es su condición de víctimas, en primer lugar, de sí mismas, y, en segundo lugar, de unos valores sociales que las definen incluso contra sus propias inclinaciones. La vivencia de la maternidad -Beauvoir nunca engendró hijos, aunque fue madre adoptiva- adquiere en las tres historias una dimensión que parece chocar frontalmente con quien siempre vivió al margen de los convencionalismos burgueses y jamás formó una “familia”, según el uso común del término, como lo demuestra su libertad sentimental y sexual, establecida por acuerdo formal con quien siempre, hasta su muerte, fue su única pareja reconocida, por decirlo así, “oficialmente”, Jean-Paul Sartre. Por ello mismo es más meritorio el ejercicio de creación literaria de esos tres seres rotos cuya incapacidad para asumir el fracaso de la relación con los hijos marca las tres narraciones. El bloque de las tres historias constituye un valiente retrato de la psicología femenina en un tiempo concreto, y a buen seguro encandilará, a pesar de la tristeza y el desencanto que habita en ellas, a cualesquiera lectores que tengan, porque, a pesar de lo mucho que se habla sobre la literatura femenina, hecha por la mujer y destinada casi exclusivamente a ellas, La mujer rota en modo alguno me ha parecido que pueda encuadrarse en esa tendencia que marca una frontera en la ficción tan escandalosa como el propio muro de Trump, decorado o no con las siempre agresivas concertinas. Mientras uno lee, en ningún momento repara en que sea una autora o un autor quien “levanta” esas realidades humanas que nos interpelan sobre la crisis existencial que hay en cada una de ellas. Más tarde, en el reposo de la lectura, qué duda cabe de que la personalidad de la autora nos permite explicarnos muchas cosas, sobre todo de la perspectiva del yo narrativo que domina en los tres relatos. Las tres mujeres tienen brillantes momentos de lucidez, y, en el caso de Monique, protagonista de La mujer rota, hay también un serio ejercicio de reinvención de sí misma que aporta la única esperanza convincente. La técnica del diario es lo que tiene, permite la relectura, el análisis, la templanza y la elección de lo justo o, al menos, lo menos gravoso en términos de la existencia cotidiana en la que hay que hacer frente a tantos contratiempos, y el primero de ellos el propio tiempo.

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