martes, 13 de diciembre de 2016

Gozosa relectura de “Gramática parda” y decepcionante de “Los vaqueros en el pozo”, de Juan García Hortelano.






De los apólogos a los milesios, salen ganando los segundos, en la obra de García Hortelano: Gramática parda, una obra maestra del humor; Los vaqueros en el pozo, un empacho de pretenciosidad.
  
Vaya por delante que desde que conozco el título del libro y he querido leerlo, conocimiento y deseo separados por 37 años, jamás de los jamases se me había ocurrido en todo este tiempo que “vaqueros” se refiriera, en la novela de Juan García Hortelano Los vaqueros en el pozo,  a la prenda de vestir. Ese hecho, tan decepcionante, aunque perfectamente inserto en la narración, ninguna duda al respecto, no ha sido el único responsable del desencanto que he sufrido al leer esta novelita “al perfume de su época”, esto es, a la experimentación narrativa consistente en someter al lector, mediante un final inesperado, a una relectura de cuanto había leído para completar él, desde su función lectora, el posible verdadero significado de la obra. La ambigüedad, así pues, está en la base de la historia y solo desde ella se construye la historia, a medio camino entre una jornada del Decamerón y una comedia de alta sociedad, es decir, la más pavorosa de la indeterminación que acaba siendo suplida por la afectación y la impostura en la que conviven desequilibrios expresivos marcadísimos, desde descripciones excelentes, muy propias del mejor Hortelano, hasta diálogos inverosímiles, pedantones y apolillados que es imposible siquiera concebir que hayan sido alguna vez enunciados fuera del ámbito de la parodia. Y a través de la parodia enlazan estos vaqueros malentendidos con el excelente sabor de intelectura que me dejó Gramatica parda y que ahora, con levísimos reparos, sobre todo por la extensión y por la deliberada confusión, que acaba derrotando al ingenuo lector que se quiera tomar en serio la trama disparatada, he revalidado con éxito e incluso con mayor placer, si cabe, porque no recuerdo que en su momento supiera calibrar el ejercicio tan depurado de cuento milesio que supuso esta novela, que fue justamente galardonada con el Premio de la Crítica. Milesio en clasificación del autor, está claro, cuando escribió sus Apólogos y milesios, es decir, su lado formal y su lado irreverente, la realidad desde una aproximación racional y su reverso, la narración que desnuda, con su irracionalismo transgresor e hiperagresivo, esos sólidos supuestos de la razón gobernante y no poco castradora. Los vaqueros en el pozo tiene más de cuento largo que de novela corta, y su estructura es típica de una narración breve, con giro sorpresivo final incluido que fuerza al lector, como antes señalé, a replantearse si la reunión de amigos en torno a una vieja prostituta que se enriqueció durante el franquismo y con quienes los invitados a su finca mantienen evidentes relaciones de dependencia económica y en parte moral. A medio camino entre la narración psicológica, la herencia de la novela social, un torpe realismo de chata denuncia de la doble moral, y las nuevas técnicas objetivistas, la acción de Los vaqueros en el pozo transcurre toda ella en una finca donde aparecen los amigos de la dueña, con quienes se irán relacionando en grupo e individualmente en una suerte de ceremonia de la traición y de ajuste de cuentas que nos muestra un supuesto modo “moderno” de encarar las relaciones interindividuales en los diferentes planos de la amistad, el sexo, el amor, las relaciones de poder, la fragilidad psicológica, la soledad, e incluso el delirio y la ficción, porque la aparición de elementos de corte fantasmagórico en la narración,  Darío: esta tarde la hoja del calendario correspondía al mes en que estamos, del año 1928, genera esa ambigüedad fundamental que atraviesa todo el relato: ¿es real o imaginado lo que ocurre?, ¿se recuerda o se desea?:  ¿Has observado, Niso, que en esta casa jamás hemos encontrado ninguna huella de nadie? Ni un sombrero olvidado, ni unas gafas, ni un frasco de depilatorio vacío, ni una fotografía. Si ocurriese una calamidad, también nosotros desapareceríamos sin dejar rastro.  En cualquier caso, hay en esta novela de Hortelano una retórica totalmente trasnochada que ha hecho envejecer notablemente a la obra, muy de su tiempo, pero incapaz de superar esa circunstancia temporal, porque la retórica de la situación, que no es otra que la de sus protagonistas, resulta algo indigerible para el paladar educado en la llaneza que predicaba Cervantes. Piénsese, por ejemplo, en el acartonamiento, de cartón piedra, de un diálogo en el que hay intervenciones de este tenor:
-Por consiguiente, ¿no hay un barranco allí?
O esta interpelación de Marcela a su amante bandido…, puesto que no aspira a más que a desvalijar a la anfitriona, reventando su caja fuerte:
-Renuncia a ese lenguaje de cómoda enunciación, principito, que tengo derecho a terminar en paz este condenado incidente.
         Con todo, y a pesar de los muchos tópicos que se vierten en la construcción de los personajes, un poco al estilo de esos relatos pretenciosos de deslumbrante modernidad de la Década Prodigiosa, García Hortelano es capaz de ir enhebrando una narración con suficientes motivos simbólicos y metafóricos como para entretener a sus lectores en la resolución del jeroglífico narrativo que ha construido. Que ni siquiera falte un personaje a quien ¡nada menos que Prudencia! llama Viernes, redondea ese cierto aire de fábula que acaba teniendo el relato; como si ellas dos, aparte de la criada, ¡nada más que Dionisia!, fueran las únicas habitantes de una isla alejada de la sociedad, del medio, porque  Prudencia vive “retirada” en su mansión, sin apenas otro contacto con las gentes del pueblo que el que mantiene con Dionisia, quien la sirve y con quien tiene ensoñaciones eróticas, y Viernes, que representa la cultura y la distinción. Prudencia hablaba con ella, tomando un té, como si, desde que se había lanzado a hablar, estuviera tratando de convencerla no de que ella era más feliz acompañada que solitaria, sino de que ellos existían. (…) Prudencia se encontró extraviada, inerme, una lastimosa mujer sosteniendo una taza de té y na sonrisa torpe. (…) La inquietud de Prudencia se transformó en una odiosa sospecha: Viernes. Bajo un cortés recelo, la suponía loca, había venido a comprobar que seguía viviendo sola y ahora ya ni siquiera creía que ellos tuviesen existencia real. La capacidad descriptiva de Hortelano es magnífica, y su retrato de la “vieja dama” lasciva y acaudalada en cuya mente se mezclan la realidad y el deseo, el pasado y el presente, es espléndido, aunque resulten tópicos muchos extremos de su biografía y no pocas de sus evocaciones, como la de su poder de seducción: -A mí me vino con los años [la irritación, el desasosiego, la impaciencia y el malestar]. Claro que tú eres una persona y yo a tu edad era un animal. Un hermoso animal solo útil para el placer. Un animal hermosísimo. (…) Tendrías que haberme visto… Me ponía un vestido, y qué vestido…, sobre la carne, me echaba a la calle y, te lo juro, la calle hervía, hervían las calles. Yo empecé allá, en el sur. (…) Cuando salí de mi ciudad, ya había perdido el acento del sur. Ahora ni sabría imitar cómo hablaba yo mientras viví en la mierda. La presencia el pozo en el jardín de la casa tiene un fuerte contenido simbólico, como se lo describe en la novela: Dionisia lo mantiene abierto permanentemente por la superstición de que atrae a las alimañas y en él perecen ahogadas. (…) El pozo encubre una pantalla protectora. En los primeros tiempos, hasta que la convencí para que usara la piscina, Dionisia bajaba a bañarse en sus aguas profundas. Si no hubiese sido por el peligro que representa, le habría seguido permitiendo la aventura. En él es en el que cuelgan los invitados un pantalón vaquero para que se moje, se suavice y se encoja, el mismo que mucho tiempo después, al final de la narración, con la ayuda de un vagabundo, Dionisia logra extraer del pozo como un amasijo enorme de tela, cieno y menudos animales de diferentes especies cuyos ojos brillan en el crepúsculo en que se consiguió la hazaña de extraer. La reacción de Prudencia, rociarlo el amasijo con petróleo y prenderle fuego viene a ser como una suerte de ceremonia inquisitorial en la que se someten los recuerdos a la purificación del fuego para liberarse de ellos, o quizás del maleficio de tener que evocarlos regularmente como parte de la propia rutina vital.  A pesar de que pudieran intuirse ciertos elementos narrativos capaces de dar mucho juego, las actitudes afectadas de los personajes y sus ortopédicas maneras de expresarse de las que, alguna vez, rara, pero haylas, se contagia el autor (Conforme la voy conociendo, conforme, ¿por qué ocultarlo?, alguna beneficiosa influencia ejerzo sobre Teresa, creo, por el contrario, que es ella la perjudicada.), pronto acaban disuadiendo al lector, a pesar del interés con que, por el solo hecho de ser una obra de García Hortelano, la ha cogido, de que poca gratificación va a encontrar en esas páginas a las que les sobra falsa “modernidad” y les falta vida sin adjetivos ni coartadas ni pretensiones.  
Justo lo contrario de lo que le ocurrirá si se adentra en esa narración megamilésica que es Gramática parda, un disparate continuo con un excelente sentido del humor en el que destaca, por cierto, el uso paródico de las maneras de expresarse que, con patética voluntad de estilo, hallamos en Los vaqueros en el pozo. La novela surge, en realidad, de un cuento publicado en el volumen Apólogos y milesios, titulado El día que Castellet descubrió a los novísimos o las Postrimerías, en el que se narra la investigación abierta en el seno de un grupo de amigos para poder ayudar a Duvet, la hija de cuatro años de edad de Georges y Paulette Dupont, a resolver un problema literario: cuál fue el día en que Castellet descubrió a los novísimos. De ahí, con una trama ad hoc para la ocasión, la compra de armas a un viejo anarquista español para llevar adelante acciones violentas que siembren el caos en París, por parte de un grupo terrorista de escolares denominado La Horda, a Gramática parda apenas hay un trecho que se acerca a las 352 páginas, a lo largo de las cuales, Juan García Hortelano construye una de las novelas más divertidas que se hayan escrito en el último tercio del pasado siglo. Divertida y abrumadora, la verdad, porque la capacidad del autor para sumar historias, personajes y disparates es tan acusada que es posible que a más de algún lector se le acabe indigestando tal volumen de datos, de personajes, de conflictos y de derroche imaginativo. Desde el punto de vista estilístico, sin embargo, la novela es un continuo goce, y más aún desde el de la metaliteratura, que es la base de la obra. Duvet, una niña que quiere ser Flaubert, y a quien su madre secuestra en su propia casa para prohibírselo, se erige en la verdadera protagonista de esta historia llena de situaciones y personajes propios de un delirio montipythoniano o ansí… Desde el principio, el tono se afianza en la narración, una novela parisina en la que, sin embargo, hay un eco perfectamente distinguible del mejor humor de Enrique Jardiel Poncela y de Miguel Mihura, por ponerle nombre a algunos de los referentes que parecen haber inspirado la pluma del autor. Desde que advertimos el propósito de convertirse en autor literario de Duvet, de serlo, de hecho, como veremos a lo largo del relato, a través de las conversaciones entre Duvet y su niñera, Venus Carolina Paula (española, como dios manda en París…), llenas de parodia literaria como lo está toda la novela, iremos disfrutando de una situación ante la que no cabe más actitud que la de dejarse llevar, como lo haríamos, por ejemplo, en una screwball comedy como La fiera de mi niña, por ejemplo: Saber (y Duvet no lo sabe) que el baúl mundo sobre el que se sienta encierra alguno de los nefandos secretos de Paulette no habría detenido la aguja del aborrecimiento ni la aguja de la impotencia que, al coincidir, señalan la hora de la desesperación. La Pequeña se lanza contra la puerta y, golpeándola con sus puñitos comienza a vociferar. Luego a gemir. (…) Porque en aquella hora mañanera y carcelaria, la vida no ofrecía a Duvet otra alternativa a la aflicción que haber volado escaleras abajo, que correr al boudoir donde Paulette telefonea y narcisea, arrojarse a sus pies, admitir su error, suplicar perdón y jurar terminantemente que nunca, mamá, queridísima mamá, mamita de mi corazón, de ahora en adelante no me encierres más y nunca, te lo prometo, nunca jamás querré ser de mayor Gustave Flaubert. Adviértase, por ejemplo, ese rasgo de estilo apotegmático, no habría detenido la aguja del aborrecimiento ni la aguja de la impotencia que, al coincidir, señalan la hora de la desesperación, que constituirá uno de los recursos favoritos de Hortelano, como si, en el fondo, la peripecia milesia quisiera encubrir un fondo apologético como el expresado en ese estilo sentencioso del que pueden hallarse innumerables ejemplos de este estilo: Toda persona razonable desconfía de la fortuna cuando esta se pone redundante, o de este, cuando Duvet, finalmente, se escapa de casa y ha de realizar ciertos trabajos de pane lucrando en una imprenta: La más provechosa consecuencia que Duvet sacaba de sus oficios de subsistencia era el cálculo exacto de la cantidad de tedio y de humillación que un escritor puede soportar a cambio de seguir siéndolo sin morir de hambre. La inspiración humorística de Hortelano, que se centra, como ya creo haber dicho, en el carácter metaliterario del libro, se vierte también en el uso del diálogo, lleno de ingenio, de réplicas certeras y de un registro coloquial excelente, cuando no es vehículo, además, de un anecdotario de muchos quilates, como este:
Venus Carolina Paula: Pues si solo va a servir para ponerte mustia, ¿sabes lo que te digo?, que no escribas.
Duvet: Y yo te contesto lo que, paseando por los jardines de Montpelier le decía Gide a Valéry, que si a él le impidiesen escribir se mataría.
Venus Carolina Paula: Y ¿qué le contestaba el señor Valéry, eh, qué le contestaba a ese trepa de Gide, que era un trepa del Parnaso? Pues le contestaba que precisamente él se mataría si le obligasen a escribir.
El humor es género difícil donde los haya y lo que hace reír a cada cual, por más que haya una homogeneidad de formación y sensibilidad con otras personas allegadas, puede marcar una distancia enorme con esos prójimos. Con todo, la ironía, fina y gruesa, que de todo hay, del autor, cuya novela fue escrita mucho antes de que la corrección política erigiera muros difíciles de escalar y salvar, es capaz, a mi juicio, de vencer hasta las más exquisitas reticencias. No sé si hoy en día, ya digo, se le admitiría una comparación como esta: El embajador se reconcilió con cada una de nosotras dos y cada una de nosotras dos le propusimos que nos llevase a cenar a un restaurante de esos, donde él con las reverencias de los camareros disfruta más que un bebé fascista con un chupete judío…; o el inciso parentético de esta otra frase: El descargo de la violencia que arrebató a El Incógnito (si la violencia contra una mujer voluptuosa merece alguna justificación), habría que recordar que en los últimos días no era aquella la primera agente que se le rebelaba. Que esa capacidad irónica se vierta sobre todo en el ámbito cultural, como sucedía en origen en el cuento sobre Castellet del que salió esta Gramática parda, permite fijar un territorio común a sus muchos lectores, quienes apreciarán, me imagino, esos estoconazos retóricos que salpican el texto casi a cada página, como cuando la niña Duvet, llega a la conclusión de que si vuelve a saber que aquella ciudad por la que vagabundeaba se llamaba París, fue que por todas partes oía hablar en argentino. La trama, en términos generales, tiene algo, lejano, de El hombre que fue Jueves, de Chesterton, dado el carácter político de la misma, si bien la banalización del terror, aunque sea a través de esos escolares que se bautizan con nombres latinos y que se convierten en niñas, en una feminización cuyo hallazgo literario hubiera recibido los plácemes de los cupaires y podemitas, por ejemplo, no deje de suscitar cierto reparo en lectores a quienes puede parecerles que haya un exceso en ello, y más en una sociedad como la nuestra, tan golpeada por él:  ¿De qué medios dispone esta conspiración? ¿Ha sido autorizada por ese supremo secretísimo, que nos dirige, del que nadie habla o en el que nadie cree? O ¿conspiran con una autorización del supremo falsificada? ¿Quién, en medio del caos, se aprovecha de la nada? Buena parte de la narración se basa en esa trama político, confusísima, en la que cuesta un trabajo ímprobo saber a qué atenerse, máxime cuando algunos personajes como los padres de Duvet se desdoblan en otros que actúan al margen e incluso en sentido contrario de los titulares, un juego de dobles que, a mi parecer, es un rizo rizado que, salvo algunas situaciones curiosas, no aporta a la trama nada de lo que no hubiera podido prescindirse. No ocurre así con las Ideas burocráticas que un personaje le envía al padre de Duvet,  un tal Maurice L’Encre (algo así como no dejarse nada en el tintero…) que intercambia confidencias de cariz filosófico y biográfico con Georges, el padre de Duvet, y en cuyos textos no es raro que se desahogue la profunda y excelente vena lirica de Hortelano: Pero ¿qué sueños recuerdas, si duermes tan descuidadamente que en los espejos de la mañana solo escudriñas el mapa de tu barba y la sima de tus bostezos?  La novela algo debe, aunque parece que no se note, a las Historias de Cronopios y Famas, de Cortázar; del mismo modo que, a su manera, se anticipa, en el uso de la narración jocosa de tipo arcaizante, a las novelas del detective de Eduardo Mendoza, algo que no se ha recordado estos días en que incluso tuvimos la oportunidad de leer la crítica de bienvenida al olimpo de la literatura que escribió Hortelano para la novela de Mendoza La verdad sobre el caso Savolta. Quizás algún día Mendoza pueda reconocer, si es que la hubo, esa influencia, que a mí me parece evidente, de García Hortelano en sus novelas del detective sin nombre. La parodia cultural que anima Gramática parda constantemente se manifiesta, a menudo, en hallazgos como el entierro de Vallejo descrito en un divertidísimo capítulo de la novela, todos ellos lo suficientemente breves como para dotar a la novel de una agilidad lectora que no siempre se compadece con la que debería tener el desarrollo de la espesa trama delictiva, aunque está claro que eso es lo que menos le importaba a Hortelano a la hora de escribir la novela, como lo prueba, por ejemplo, ese capítulo en el que Duvet despierta con el recuerdo de un sueño que soñará la noche siguiente… para asistir al entierro de César Vallejo, quien, en justa correspondencia con el sueño de Duvet, había escrito:  Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo.  El cortejo fúnebre lo encabeza Aragon  como miembro del Partido comunista, pero en él que también van Barral, Larrea, Valverde, Sarrión, etc. Le extraña, sin embargo, la ausencia de Otero, de Darío, de Éluard, de Celso Emilio y de tantos otros…   Este tipo de alteraciones temporales, también las hay espaciales, le otorgan a la narración ese aire de travesura narrativa sin igual, algo a lo que colaboran especialmente, los títulos de los capítulos y los nombres de los personajes de la Horda terrorista: Virtus Deserta; Fabulae Centum; Bonus Eventus; Miseria Honorata; Laetitia Rubicunda; Ignorantia Destra; Utrumque Tempus… Y en cuanto a los títulos de los capítulos: Función del azar en las condicionales irreales; La posición de los agentes o astucias de la pasiva; Objeto directo y objetivo infecto; El fonador fonea y la mónada monea; La literatura en el bodoir; o el inequívocamente cortazariano Reglas de apertura de una carta ajena, que parece inspirado en las celebérrimas Instrucciones para subir una escalera. En la Horda, por ejemplo, se ha de prestar juramento de adhesión a la misma, en estos términos: ¿Juras, Ignorantia Destra, destruir, incendiar, socavar, conculcar, mentir, calumniar, corromper, pervertir, sin retroceder ante ningún medio criminoso y colaborando en cualquier empresa infame, hasta el triunfo final? Finalmente, aceptado, el juramento, se le marcaba en la nalga el lema de la Horda: Si duo faciunt ídem non est ídem, una distorsion de la sentencia de Terencio: Duo cum faciunt idem, non est ídem. Y así, poco a poco, va transcurriendo esa Gramática parda hasta llegar al momento en que la protagonista, que no escribe, por supuesto, decide, meterle mano a su obra maestra, justo antes de que haya de dejarlo porque le hacen las pruebas para el uniforme del internado donde comenzará sus estudios: Emma, con un incesante movimiento de labios, se repetía la definición de gramática: -Gramática es el arte de convertir correctamente el ir muriendo en un ir viviendo, con arreglo a las normas dictadas por la experiencia de la falsedad y en concordancia con los recuerdos de lo inexistente. Gramática es el arte… Cuando Emma oyó que era llamada, tembló. Como un torbellino de ideas blancas….
Gramática parda es uno de esos libros que, leído 35 años después de su aparición, como yo me he atrevido a hacer, no solo no “se cae de las manos”, sino que entra mucho mejor por la vista de quien descubre en la relectura un magisterio narrativo que aún sorprende más que en la primera lectura, e incluso me atrevería a decir que menos aún que en la tercera, dentro de otros veinte años... ¿La convierte eso, acaso, en un clásico? Pues no me extrañaría nada. En cualquier caso, Gramática parda, respecto de las últimas producciones de la literatura española en este siglo XXI, está a algo más que años luz, ¡a años de ingenio, estilo y sabiduría narrativa! A su manera, por inspiración, contraste y estilo, entre Los vaqueros en el pozo y Gramática parda hay, para entendernos, la misma distancia que entre El Jarama e Industrias y andanzas de Alfanhuí, hecha la salvedad de que los Vaqueros…sea del todo incomparable con El Jarama.


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