domingo, 16 de octubre de 2016

“Las metamorfosis”, de Publio Ovidio Nasón, una biblioteca de la Literatura.


Marcantonio Franceschini: Nacimiento de Adonis.

Elogio de la libre invención y el más depurado estilo: Las metamorfosis, de Ovidio.

Aunque haya editores que se empeñen en privar a la novela de Kafka de su título tradicional, La metamorfosis, y ofrecernos el de La transformación, al parecer más ajustado a la literalidad del original, en nada se altera, después de haber leído de principio a fin, Las metamorfosis, de Ovidio, la sustancia del hecho que Kafka describe, al decir de él, como un suceso humorístico, destinado a hacer reír a los lectores, quienes, al menos desde que se publicó la obra, han optado, en extraño consenso, contrario a la intención del autor, por hacer de ella una angustiada interpretación metafísica. Las metamorfosis pertenece a ese tipo de obras que, habiendo permeado la civilización a la que pertenecemos, no forma parte de las lecturas habituales ni siquiera de los lectores asiduos, como ha sido mi propio caso. Aun siendo filólogo de formación, leí en su momento con sumo gusto, en vez del original de Ovidio, la Philosofía Secreta, de Juan Pérez de Moya, escrito como resumen de Las metamorfosis, porque en ella se incluía una lectura anagógica de los mitos profanos, una suerte de cristianización de la mitología greco-latina que tuvo especial influencia en nuestros clásicos de los siglos XVI y XVII. A Ovidio, sin embargo, la dimensión religiosa de los mitos le traía sin cuidado. No fue esa la causa de que Augusto lo enviara al exilio de por vida, a la inhóspita Tomis, a orillas del Mar Negro, sino, acaso, puesto que es cuestión disputada, por haber sido el más licencioso de los escritores romanos, un puesto, sin embargo, que le pueden disputar autores como Catulo con mayor propiedad. Ovidio veía en los mitos greco-latinos, tan gastados ya en su época, una excelente materia narrativa en la que meter la pluma para demostrar sus cualidades literarias y, sobre todo, su conocimiento enciclopédico de las pasiones humanas, y de las divinas. La primera falsa imagen que pudiérase alguien hacer de Las metamorfosis, y que ha de disiparse cuanto antes, es la de que este libro es algo así como un “manual” de mitología, o un “diccionario” de lo mismo. Si algo caracteriza inequívocamente a Las metamorfosis es su condición de prodigio narrativo y la libertad imaginativa de su autor, quien no ha tenido empacho alguno no tan solo en inventarse lo que le ha dado la gana, sino también en transformar todo aquello que la tradición le había legado desde Hesíodo. La libertad creativa de Ovidio, así pues, es lo primero que le llega al lector apasionado de su libro. Es más, esa libertad lo induce a organizar su materia según un esquema muy básico, desde la cosmogonía inicial hasta el presente del autor, en tiempos de Augusto, al hilo de unas historias entretejidas que recuerdan la técnica de Sherezade  en Las mil y una noches, entre otras técnicas compositivas usadas por el autor. A través de historias que contienen otras que a su vez contienen otras, casi siempre en términos de relaciones familiares que se alargan a través del árbol genealógico, Ovidio entra en el acervo mitológico y hace y deshace a su gusto, priorizando mitos de los que nadie ha oído prácticamente hablar y despachando otros famosísimos en escasas líneas. ¿Qué guía el interés de Ovidio a la hora de plantearse qué privilegiar? Me atrevería a decir que las posibilidades narrativas de la situación, sobre todo si, a partir de ciertas relaciones humanas, Ovidio podía utilizar uno de sus mejores recursos: el monólogo dramático. Hay muchos a lo largo de la obra, y todos ellos de intensa emoción y alta calidad expresiva. La retórica ovidiana no se complica la vida, no es. Dicho con un anacronismo, un barroco petulante, sino una suerte de raro romántico no enfático que busca la claridad de la emoción a través de una armonía de la dicción que, sin excluir el ingenio ni toda suerte de recursos retóricos habituales en la mejor tradición clásica, sí que pone el acento en el sentimiento. A ese respecto, aunque me vaya al final del libro, de buenas a primeras, ¡qué abismo. el que hay entre su recreación del mito de Polifemo, Galatea y Acis y la que hizo el incomparable y peregrino ingenio de D. Luis de Góngora y Argote!:
Oh, Galatea, más blanca que las hojas de la nívea aleña, más florida que los prados, más esbelta que el alto quejigo, más brillante que el cristal, más juguetona que un tierno cabritillo, más pulida que las conchas desgastadas continuamente por el mar, más agradable que los soles del invierno, que la sombra del verano, más noble que las manzanas, más visible que el elevado plátano, más resplandeciente que el hielo, más dulce que la uva madura y más suave que las plumas del cisne y que la leche prensada y, si no me esquivaras, más hermosa que un huerto regado; la misma Galatea más cruel que los indómitos novillos, más dura que la añosa encina, más engañosa que las olas, más escurridiza que las ramas del sauce y más tenaz que las blancas vides, más inmóvil que estos escollos, más violenta que la corriente, más orgullosa que el alabado pavo real, más cruel que el fuego, más áspera que los abrojos, más temible que una osa preñada, más sorda que los mares, más dañina que una serpiente pisada y, lo que sobre todo querría poder quitarte, no solo más esquiva que un ciervo acosado por sonoros ladridos, sino también que los vientos y la alada brisa (…) A ti sola he sucumbido y yo, que desprecio a Júpiter y al cielo y el rayo penetrante, a ti, nereida, te rindo culto: tu cólera es más violenta que el rayo. Y yo soportaría mejor este desprecio si esquivaras a todos; ¿pero por qué, rechazando al Cíclope, amas a Acis y prefieres a Acis a mis abrazos? (…) Pues me abraso, y el fuego avivado hierve más violentamente y me parece llevar en mi pecho el Etna, que a él se ha trasladado con todas sus fuerzas: ¡Y tú, Galatea, no te conmueves!
La arbitrariedad narrativa de Ovidio, su total libertad para hacer con los mitos lo que le venga en gana, sin respetar jerarquías ni aceptar la tradición legada recuerda mucho la libertad creadora de autores tan nuestros como Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita o Alfonso Martínez de Toledo, el Arcipreste de Talavera, autor de esa joya tan desconocida para el gran público que es El Corbacho, una de las mejores muestras de la lengua viva castellana del siglo XV, un auténtico festival filológico para quien amante del castellano, no solo usuario más o menos competente,  se conmueva con la historia de su lengua y cómo fue convirtiéndose en admirable herramienta de creación. Ovidio es un escritor que domina su oficio como nadie, y Las metamorfosis es, además, en ese sentido sí, un manual muy vivo de recursos retóricos, porque la variedad de ellos que se exhiben en las narraciones, cuyo uso asegura además la variedad estilística indispensable para no repetirse, sirve para deparar al lector la más amena de las lecturas y uno de los mayores placeres literarios que imaginarse pueda. Es difícil que sus descripciones, sus metáforas, el uso del adjetivo, de la frase sentenciosa, no sorprenda constantemente y colme las expectativas de quien se deje llevar por sus mitos con la docilidad de quien no ha de esforzarse para obtener un placer tan intenso. ¡Pero si hasta el recurso de la enumeratio infatigable adquiere en él una dimensión espectacular!, como podemos apreciar en la de los perros que persiguen a Acteón, ya metamorfoseado en ciervo:
Melampo e Icnóbates, de fino olfato, Icnóbats gnosio, melampo de raza espartana; Pánfago, Dorceo y Oríbado, todos arcadios, y el valiente Nebrófono y el fiero Terón junto con Lélape y Ptérelas eficaz por sus patas y Agre por su olfato y el impetuoso HIleo, y el sicionio Ladón, portador de recogidos ijares…
Hay ahí una complacencia en la sonoridad de los nombres, en este caso de perros, en otro de guerreros, por ejemplo, o de personajes mitológicos, que atravesará la historia de la literatura y llegará, sin ir más lejos, a la mismísima Mazurca para dos muertos, de Cela, por poner un ejemplo próximo o a esos hermosos nombres latinos que usan como máscaras los jovencísimos miembros del comando terrorista de Gramática parda, de García Hortelano, en cuya lectura me afano estos días. Sí, más allá de las pasiones humanas que tan vívidamente sabe recrear Ovidio con su potente y variado estilo, un compendio del arte retórico de su tiempo, y de todos los tiempos, no deja indiferente al intelector. Hay en Las metamorfosis una vertiente alegórica, propia de Ovidio, extraña a la tradición mitógrafa, y que tanta influencia tendrá en el devenir de nuestra literatura medieval y renacentista española, que me parece uno de los aspectos más logrados del libro; no solo porque en esas descripciones es donde con más vistosidad se despliega su estilo, sino porque se intuye la poderosa impronta de su compleja personalidad, si atendemos a esa suerte de lado oscuro que tanto contrasta con sus obras festivas. Ese tono sombrío de Las metamorfosis se manifiesta en las privilegiadas historias de los amores incestuosos, por ejemplo, o en las descripciones, con fuertes toques de auténtico gore, de los efectos de ciertas luchas o en la propia de las mismas metamorfosis, tan dolorosas a veces. Pongamos dos ejemplos cimeros, Envidia en su palacio sucio de negra sangre y Hambre. O no, mejor tres: incluyamos a Sueño y su palacio, ante cuyas puertas florecen fecundas adormideras. Transcribir, como haré a continuación, los fragmentos de Ovidio que ofrezco emocionado a mis intelectores me ha hecho pensar en que quizás en vez de esta tediosa introducción admirativa a la obra del sulmonense hubiera sido mucho más acertado titular esta entrada Crestomatía metamórfica u ovidiana, y dejar a los intelectores a solas con lo esencial, los textos de Ovidio. No he sabido abstenerme y he cedido a la vanidad de quien se precia de la elección, como quien se ufana del arte que compra y cuelga en las paredes de su casa, salvando la abismal distancia crematística entre una y otra vanidad, por supuesto. En cualquier caso, lo importante son esas alegorías prometidas. Aquí va la primera:
En el acto se dirige al palacio sucio de negra sangre de la Envidia. Está oculta en las profundidades de un valle su casa privada de sol, no accesible a ningún viento, triste y repleta de un frío entumecedor y que siempre está vacía de fuego y siempre llena de bruma. Cuando llegó allí, la varonil doncella que ha de ser temida en la guerra se detuvo ante la casa, pues no tiene derecho a penetrar en la mansión, y golpeó los postigos con la punta de su lanza; se abrieron las golpeadas puertas, ve dentro a la Envidia comiendo carne de víbora, alimento de sus venenos, y al verla aparta los ojos. Pero aquella se levanta perezosa del suelo y deja los cuerpos de las serpientes a medio comer y anda con paso desmadejado y, cuando vio a la diosa engalanada con su hermosura y con sus armas, lanzó un gemido y atrajo el rostro de la diosa a sus suspiros. La palidez se asienta en su rostro, la escualidez en todo su cuerpo, nunca es recta su mirada, los dientes están lívidos por el moho, sus pechos están verdes de hiel, la lengua empapada de veneno. Le falta la risa a no ser que la provoque la contemplación del dolor y no disfruta con el sueño, desvelada por las vigilantes preocupaciones, sino que ve, y se pone enferma al verlos, los éxitos de los hombres, que en nada le resultan agradables, y devora y se devora a la vez y es su propio suplicio. Ordenada por Minerva, ha de “infectar con su ponzoña” a una de las hijas de Cécrope, a Aglauro. “Ella [la Envidia], contemplando con torva mirada a la diosa que huía, emitió pequeños murmullos y se lamentó del éxito que iba a conseguir Minerva y coge su bastón, al que en su totalidad rodeaban cadenas de espino y, cubriéndose de negras nubes, por doquiera que camina, arrasa los labrantíos en flor y agosta las hierbas y arranca la flor de la adormidera y con su soplo contamina a los habitantes, las ciudades y sus casas, y finalmente contempla la ciudadela de la Tritonia, que florecía en ingenios, riquezas y festiva paz, y apenas retiene sus lágrimas, puesto que no ve nada digno de ser llorado. Pero, tras haber entrado en la habitación de la hija de Cécrope, cumple las órdenes y toca con su mano teñida de herrumbre su pecho y llena sus entrañas de zarzas como garfios y le insufla una dañina ponzoña y distribuye a través de sus huesos y esparce en medio de su pulmón un veneno negro como la pez y, para que las causas del mal no anden errantes a través de un espacio más amplio, le pone ante los ojos a su hermana y el afortunado matrimonio de su hermana y al dios con una bella apariencia y le agranda todas las cosas…

Aquí la segunda:

Hay un lugar en los remotos confines de la glacial Escitia, horrible territorio, una tierra estéril, sin frutos, sin árboles; allí habitan el Frío inerte, la Palidez, el Temblor y la famélica Hambre; ordena que ella se oculte en las criminales entrañas del sacrílego y que no la venza la abundancia de alimentos y que en la lucha supere mis fuerzas; y, para que no te dé miedo la longitud del camino, recibe mi carro, recibe mis dragones, a los que en lo alto reprimirás con los frenos, y se los dio. Ella, transportada por los aires con el carro que le había sido dado, llegó a Escitia y en la cima de un endurecido monte (lo llaman el Cáucaso) aligeró los cuellos de las serpientes y vio en un campo de piedras al Hambre, a la que buscaba, que arrancaba con uñas y dientes las escasas hierbas. Su cabello estaba erizado, los ojos hundidos, la palidez en su cara, los labios blanquecinos de mugre, la garganta áspera de moho, la piel endurecida, a través de la cual se podrían ver las entrañas; bajo los curvos ijares sobresalían los resecos huesos, por vientre tenía el sitio del vientre, podrías pensar que el pecho le colgaba y que solamente estaba sostenido por el armazón de la espina dorsal. La escualidez le había aumentado las articulaciones y estaba hinchado el globo de las rodillas y los tobillos sobresalían inflamados fuera de lo normal. (…) penetra en el dormitorio del sacrílego, y al que estaba relajado en un profundo sueño (pues era de noche) lo estrecha entre sus dos brazos y se inocula dentro del hombre y sopla en su garganta, pecho y cara y rocía de ayuno sus venas vacías y, tras haber cumplido sus órdenes, abandona el mundo fértil y vuelve a su casa estéril, a su acostumbrada cueva. Todavía el suave sueño ablandaba a Erisicton con sus plácidas alas. Él pide comida en las apariciones de su sueño y mueve en vano su boca y fatiga su diente contra su diente y ejercita su garganta engañada por un vano alimento y en lugar de manjares devora inútilmente ligeras brisas. [Come de todo y no se sacia, hasta que, al final]: él mismo comenzó a arrancar sus propios miembros con desgarradores mordiscos y, desgraciado, haciendo disminuir su cuerpo lo alimentaba.


Y aquí la tercera, Sueño, donde se conoce su variada progenie, para sorpresa de tantos como la ignorábamos, más allá de la única noticia de su hijo Morfeo, todo ello en relación con el mito de la fidelidad conyugal representado por Céix y Alcíone:

Estancia del perezoso sueño, adonde nunca puede dirigirse con sus rayos Febo ni al nacer ni al mediodía ni en el ocaso; nieblas mezcladas con tinieblas y crepúsculos de luz dudosa salen del suelo. (…) El silencioso Descanso se aloja allí. Sin embargo, sale de la profunda roca el riachuelo de la Lete, y, al deslizarse por él, el agua con su murmullo llama al sueño a las bulliciosas piedrecitas. Ante las puertas del antro florecen fecundas adormideras e innumerables hierbas de cuyo jugo extrae la noche el sopor y empapada lo extiende a través de la tierra oscurecida; y la puerta no produce ruido al girar los goznes: no hay ninguna en toda la casa, ningún guardián en el umbral; hay en el centro un lecho elevado sobre negro ébano, con plumas, de un solo color, guarnecido de una oscura cubierta en donde el dios se acuesta con sus miembros relajados por la languidez. A su alrededor por doquier yacen tantos sueños vacuos imitando distintas formas cuantas espigas produce la mies, ramas el bosque y arenas diseminadas la playa. Tan pronto como penetró allí y apartó la doncella con sus manos a los sueños que le cerraban el paso, relució con el resplandor de su vestido la sagrada morada y el dios, alzando con dificultas sus ojos que estaban abatidos por la lenta pesadez, volviendo a desvanecerse una y otra vez y golpeando lo alto del pecho con su vacilante barbilla, finalmente se sacudió a sí mismo y, alzándose sobre el codo, pregunta (pues la conoció) a qué viene; ella [Iris] por su parte responde: “Sueño, descanso de las cosas, el más plácido de los dioses, Sueño, paz del alma, de quien huye la preocupación, que suavizas los cuerpos cansados por las duras ocupaciones y das fuerza para el trabajo, ordena que los ensueños, que al imitarlas igualan las figuras verdaderas, se presenten a Alcíone en la hercúlea Traquis bajo la apariencia del rey y representen la escena del naufragio. Ordena esto Juno.” (…) Y el padre llama de entre la muchedumbre de sus mil hijos a Morfeo, el artífice y simulador de la figura; ningún otro más hábil que él imita la manera de andar y el rostro y el timbre de voz; añade también vestidos y las palabras más usuales de cada uno, pero él imita sólo a los hombres; otro, en cambio, se convierte en fiera, se hace pájaro, se hace serpiente de largo cuerpo. A este los dioses lo llamaron Ícelon, el vulgo mortal Fobétor; hay además un tercero, Fántaso, de una artimaña diferente: él engañosamente convierte todas las cosas en tierra, roca, agua, madera y todo lo que carece de soplo vital.; este suele mostrar de noche su rostro a los reyes y a los caudillos, otros visitan en su vagabundeo a los ciudadanos y a la plebe. [Así pues, Céix, nimado por Morfeo, se presenta ante su esposa Alcíone y le dice que no se engañe, que ha muerto y que le haga el duelo:] “¿Reconoces a Céix, desgraciadísima esposa mía?  ¿O mi aspecto ha sido transformado por la muerte? Mírame: Conocerás y encontrarás en lugar de tu esposo la sombra de tu esposo. Ninguna ayuda, Alcíone, me proporcionaron tus deseos: ¡He muerto! No quieras que te haga falsas promesas. El Austro cargado de lluvia se apoderó de la nave en el mar Egeo y destrozó a la que era zarandeada por un enorme soplo y llenaron mi boca, que en vano gritaba tu nombre, las olas. No te revela estas cosas un testigo dudoso, estas cosas no llegan a tus oídos procedentes de vagos rumores: yo mismo en tu presencia te cuento, náufrago, mi final. Levántate, ea, derrama lágrimas y vístete con tu atuendo de luto y no me envíes al vacío Tártaro sin haberme llorado. Morfeo añade a esto una voz que ella puede considerar que es la de su esposo; también parecía que derramaba auténtico llanto y tenía los ademanes de las manos de Céix. Alcíone lanza un gemido; deja fluir sus lágrimas y mueve sus brazos en medio del sueño y buscando un cuerpo abraza el aire, y exclama: “¡Quédate! ¿Adónde te arrastras? Iremos juntos.” Alterada por su propia voz y por la visión de su marido, sacude el sopor y en primer lugar mira alrededor por si está allí el que hace poco había sido visto; pues, asustados por sus gritos, los servidores habían traído una luz. (…) “Ahora muero lejos de ti, también lejos de ti soy zarandeada por las olas y sin mí me posee el mar. Más crueles que el propio piélago serían mis sentimientos si me esforzara en alargar mi vida y luchara por sobrevivir a tan gran dolor; pero ni he de luchar ni he de abandonarte a ti, desgraciado, y al menos ahora iré como compañera tuya y en el sepulcro, si no urna, al menos nos unirá una inscripción, si no he de tocar tus huesos con mis huesos, al menos tu nombre con mi nombre”. El dolor le impide decir más cosas y el llanto interrumpe cualquier palabra y de su turbado corazón son arrancados los gemidos. [Luego llega el cadáver de Céix al puerto, al malecón, y ella, convertida en Martín pescador, le dio en vano fríos besos con su duro pico, y  Céix también es convertido en ave:] Sometido a los mismos hados, también entonces permaneció el amor y el pacto conyugal no se disolvió en aquellas aves: se unen y se hacen padres y durante siete tranquilos días en la época invernal incuba Alcíone en nidos que quedan suspendidos en la llanura marina. Entonces es seguro el camino del mar: Eolo mantiene retenidos a los vientos y les impide la salida y proporciona a sus nietos el mar en llano.
         
Ya lo dije, pero es conveniente repetirlo: a Ovidio no lo guía ningún afán didáctico, tampoco compilatorio, y ni siquiera moral. De esa actitud suya se deriva lo que podríamos considerar como una sustancial irreverencia hacia una materia a medio camino entre religión de estado y literatura de entretenimiento. Los dioses, con su repertorio de bajezas y actos sublimes totalmente arbitrarios, estaban a disposición de los creadores para que estos hicieran lo que les viniera en gana con ellos. Es evidente que Ovidio respeta en lo fundamental lo que podríamos denominar el núcleo duro de los mitos que conforman las historias más conocidas y repetidas de nuestra tradición cultural, pero no es infrecuente que, frente a otras mucho menos conocidas, y en las que invierte una capacidad fabuladora tan asombrosa como intensa en el nivel de expresión, quiera nuestro autor ya pasar de largo, ya cumplir con la cortesía de recogerlas en su Summa pero con cierto desdén, como si el extenso conocimiento de las mismas las invalidara para vehicular a través de ella la pasión que expresa en esas otras menos conocidas. No se engañe, pues, el intelector que tome la excelente decisión de sumergirse en Las metamorfosis. Tanto en un caso como en el otro, quien lee entregado a la guía del omnipresente narrador que es trasunto del poeta, sea el que sea, aun disfrazado de los más variopintos narradores incrustados en los relatos, disfrutará de lo lindo con esa complicidad que Ovidio establece con sus lectores para el reconocimiento de su arte y para buscar ¡nada menos que la fama eterna!, que ya habría conseguido con cualquiera de sus otras obras, uy especialmente con el Ars Amandi, aunque Heroidas y Tristes tengan mucha más enjundia y den satisfacciones más profundas, literaria y humanamente, que la primera. Recordemos el famoso epílogo que cierra la obra con su reivindicación plenamente lograda:
Y ya he completado la obra, que ni la cólera de Júpiter ni el fuego ni el hierro ni el voraz tiempo podrá destruir. Que cuando quiera aquel día, que no tiene ningún derecho a no ser sobre este cuerpo, ponga fin al transcurso de mi insegura vida: sin embargo, en la mejor parte de mí seré llevado eterno por encima de los elevados astros, y mi nombre será imborrable y, por donde se extiende el poderío romano sobre las domeñadas tierras, seré leído por la boca del pueblo, y a lo largo de todos los siglos, gracias a la fama, si algo de verdad tienen los vaticinios de los poetas, VIVIRÉ.

La estructura de la obra, desde la cosmogonía hasta el presente del gobierno de Augusto, parece querer recorrer algo así como la historia de la humanidad a través de las aventuras de los dioses que nos han creado y nos han permitido llegar al mayor grado de civilización conocido, el imperio de Augusto, de quien Ovidio siempre esperó el perdón y el permiso para regresar a Roma, que nunca obtuvo. Es cierto que Virgilio fue para Augusto el gran poeta de su obra imperial y La Eneida el poema que lo glorificaba, pero Ovidio compone su obra mitográfica al margen de la posible influencia virgiliana, y no necesariamente como un empeño artístico que aspire o a emular o a superar al gran poeta mantuano. El esquema general de la obra, que atiende a la recreación de historias conocidísimas no incorpora una teleología, y mucho menos una imposible teología. Insisto, Ovidio, en un supremo acto de libertad creativa y organizativa, y estando en plena posesión de sus mejores recursos expresivos, se dio el gustazo de sumergirse en ese mar de historias en el que las islas más hermosas que describe no siempre coinciden con las más renombradas. Con todo, Ovidio nunca desdeña la oportunidad de añadir algunas pinceladas propias a la narración canónica de los mitos conocidos, bien sea añadiendo algo de su invención, bien destacando algún elemento que, en su narración adquiere un relieve distinto como el plomo de la flecha que recibe Dafne frente a la de oro que recibe Apolo, mito en el que se aprecia cuanto vengo diciendo de ese peculiar estilo ovidiano que tanto colma las expectativas del intelector: Sigue con paso apresurado sus huellas. Como cuando un perro de la Galia ha visto una liebre en un desierto labrantío y este con sus patas busca la presa, aquélla su salvación; así el dios y la doncella; este es rápido por la esperanza, ella por el temor.  Cualquiera de ellos, por indesmayable que sea su pasión por la buena literatura, corre el riesgo de sentirse abrumado por las infinitas referencias que en las ramificaciones familiares de cada mito cita Ovidio. Pierda su temor. Ahí está la benemérita labor de las editoras, Consuelo Álvarez y Rosa Mª Iglesias, para, mediante las oportunísimas notas a pie de página, orientar con un infinito caudal de erudición al perdido y consolar al afligido, porque en Las metamorfosis es corriente que aparezcan personajes de escaso relieve en el conocimiento popular del mundo mitológico, pero de mucho interés para Ovidio y, por ende, para quien lo lee. Pienso ahora en Nictímene, que ultrajó el lecho paterno y quien huye de la vista y de la luz y oculta en las tinieblas su vergüenza y es repelida por todos en el cielo entero, pero que acaba convertida en el ave favorita de Palas Atenea, como emblema de la sabiduría en permanente vigilia. Y no me corto a la hora de posarme en otra rama y recordar, aunque no venga al caso, los dos Darío que Salinas en su magnífico estudio (¡de imprescindible lectura, si se quiere entender “definitivamente” el valor de su poesía en la historia de la literatura en lengua castellana!) sobre el poeta nicaragüense identifica con el cisne y con el búho. Las metamorfosis, como buena obra ecléctica e innovadora estructuralmente, por más que sobre una materia ultratradicional y fijada por la autoridad de sus predecesores, desde Hesíodo hasta Virgilio, contiene lo que hemos forzosamente de considerar como pequeñas novelitas independientes que se alargan bastante más de lo que el común de los mitos ocupa en el libro. Ese es el caso, sin duda, de la historia de Píramo y Tisbe, cuya aventura salpica Ovidio con intervenciones del narrador, al estilo de como lo hace en otros mitos, introduciendo ese dominio omnipresente de quien es dueño y señor  de cuanto narra, como cuando llama la atención del lector: La pared común a una y otra casa estaba hendida por una pequeña rendija; este defecto no evidente para nadie a lo largo de los siglos (¿de qué no se da cuenta el amor?) lo visteis por primera vez vosotros enamorados y lo convertisteis en camino de la voz; por él solían transitar seguras vuestras lisonjeras palabras en un murmullo apenas audible. ¡Una rendija convertida en camino de la voz! ¡Ovidio en estado puro! En el ámbito de la predilección por esa faceta sombría que complace al poeta hemos de colocar su magnífica y estremecedora descripción del Hades, confirmando que en Ovidio el arte de la descripción riñe en noble lid con el de la narración para alzarse con el pláceme del lector, si bien la descripción, al menos a mi entender, acaba llevándose el trofeo de la victoria. De hecho, como cuando narra el contenido de los tapices de las ninfas, la écfrasis, o descripción de un cuadro o un tapiz, es uno de los recursos más socorridos de Las metamorfosis. Entrar en el Hades de la mano de Juno: Hay un camino inclinado, obscurecido por fúnebres tejos: conduce a las moradas infernales a través de callados silencios; la inactiva Estige exhala nieblas, y por allí bajan las sombras recientes y las imágenes de los que han recibido sepultura; la palidez y el frío ocupan extensamente los espinosos lugares y los nuevos manes ignoran dónde está el camino, por dónde se llega a la ciudad estigia, dónde está el cruel palacio del negro Dite. [“El rico”, dios de los lugares infernales, traducción del griego Plutón. ¿No deberíamos decir, así pues, *Ditécrata, como decimos Plutócrata?]  para pedir que una de las Furias, Tisífone, lleve desde el Tártaro la destrucción a Atamante y su nueva esposa, Ino, un mito muy menor, como ya se advierte, permite seguir admirando esa obra maléfica que recorre el libro con un énfasis que nos sitúa en la órbita del género de terror, cuya versión serializada en la televisión tantos adeptos tiene (y no estoy sugiriendo una serie sobre el libro, pero tampoco estaría de más…):
Tras haber dicho Juno así estas cosas, Tisífone, según estaba con sus blancos cabellos en desorden, los agitó y apartó de su boca las culebras que se la tapaban. Y sin tardanza la cruel Tisífone coge una antorcha humedecida en sangre y se viste una túnica enrojecida por la sangre que chorrea y se ciñe con una serpiente enroscada y sale de casa. Acompañan a esta en su marcha el Luto y el Pavor y el Terror y la Locura de rostro agitado. (…)  A continuación arranca de en medio de sus cabellos dos serpientes y con mano portadora de muerte lanza las arrancadas; y ellas, por su parte, recorren el regazo de Ino y Atamante y les inoculan nauseabundos alientos; y no sufren ninguna herida en sus miembros, es su mente la que es sensible a los crueles embates. Consigo había llevado también líquidos de prodigioso veneno, espumas de la boca de Cérbero y ponzoña de Equidna y vagos delirios y olvidos de la ciega razón y crimen y lágrimas y furia y deseo de matanza, todas trituradas en conjunto; y estas cosas, mezcladas con sangre reciente, las había cocido en un cóncavo caldero de bronce removidas con verde cicuta; y mientras aquellos se espantan, vierte el enfurecedor veneno en el pecho de ambos y remueve lo más profundo de sus entrañas.

La referencia infernal sirve de preludio a la historia del amor entre Plutón y Prosérpina (aprovecho para decir que sigo, como está claro, las acentuaciones de la edición, algunas de las cuales chocan con las habituales en nuestra tradición oral), para complacencia de su padre, Júpiter, e irritación desesperada de Ceres, su madre. Una historia que involucra, a su vez, alguna metamorfosis, como la de Ascálafo, cuya transformación en búho por obra de Prosérpina es invención propia de Ovidio. Después de que Aretusa confiese a Ceres que ha visto a su hija en el Hades: Mientras me deslizo bajo tierra por el abismo estigio, fue vista allí por mis ojos tu Prosérpina: ella, ciertamente triste y no desprovista todavía de miedo en su rostro, pero en todo caso reina, pero la más importante del mundo sin luz, pero en todo caso poderosa consorte del soberano infernal. Ceres se planta resolutiva ante Júpiter y le espeta: Ea, mi hija buscada por mí durante largo tiempo, ha sido encontrada, si puedes llamar encontrar al haber perdido con más certeza o si puedes llamar encontrar a saber dónde está. ¡Soportaré que haya sido rapatada con tal que la devuelva! Pues no es digna de un marido salteador tu hija, si ya no es mi hija.
Y Júpiter le responde:

Mi hija es una prenda y carga común contigo; pero, si parece bien sólo añadir nombres verdaderos a la realidad, este hecho no es un deshonor, sino amor verdadero, y no será para mí motivo de vergüenza ese yerno, diosa, con tal que tú lo quieras. ¡Que falten las demás cosas, cuán importante es ser hermano de Júpiter! ¡Y puesto que a las demás cosas no faltan, en nada es inferior a mí a no ser por el sorteo! Pero si tan gran deseo tienes de una separación, volverá Prosérpina al cielo, aunque con una condición determinada, si no ha tocado allí con su boca alimento alguno; pues así ha sido dispuesto por la ley de las Parcas”. Había hablado y Ceres, por su parte, había decidido sacar de allí a su hija. No lo permiten los hados así, puesto que la doncella había roto el ayuno y, mientras vagabundeaba sin malicia en los cultivados huertos, había cogido de un curvado árbol una granada y, arrancando de la amarillenta corteza siete granos, los había exprimido en su boca; el único de todos que vio esto fue Ascálafo, al que en otro tiempo se dice que Orfne, muy conocida entre las ninfas del Averno, dio a luz concebido de su Aqueronte en las negras selvas; y lo vio y, cruel, con su delación impidió el regreso. Gimió la reina del Érebo y convirtió al delator en una siniestra ave y su cabeza, rociada con el agua del Flegetonte, la convirtió en pico y plumas y grandes ojos. Él, arrebatado de sí mismo, se envuelve en rojizas alas y crece en su cabeza y encorva sus largas uñas y apenas mueve las plumas nacidas a lo largo de sus brazos sin fuerzas y se convierte en un repugnante pájaro mensajero de inminente dolor, el perezoso búho, siniestro presagio para los mortales. [Es proverbial la concepción del búho como ave de mal agüero en su calidad de oscen, es decir, animal augural por su canto, en tanto que como ales, augural por su vuelo, es favorable, pero apenas tenido en cuenta, nos dicen las oportunas notas a pie de página.]      

Con algo más que inusitado interés he leído el auténtico cuento de terror que la historia de Tereo, Filomela y Procne, la cual, en forma de romance truculento, el Romance de la infanticida, me estremeció una y mil veces oído en la voz juglaresca de Joaquín Díaz cuando estudiaba literatura medieval en la universidad bajo la entonces sabihonda e inexperta batuta pedagógica de un Carlos Alvar que se estrenaba en la profesión. La historia, en resumen, es la siguiente, Tereo se encapricha de su cuñada Filomela, hermana de su mujer, Procne. Tereo la secuestra y abusa de ella, tras lo cual le corta la lengua para impedir que lo delate…, pero lo justo es cederle la palabra a quien sabe, con esa situación, construir un relato que justifica el epifonema que lo abre: ¡Ay, dioses, qué gran cantidad de noche ciega tienen los pechos de los mortales!, un tipo de reflexión casi imposible de hallar en la chata literatura moderna, o lo que benévolamente podríamos aceptar como su equivalente. Las metamorfosis es un obra llena de expresiones de este jaez, de ahí su condición de auténtica escuela de cuantos en nuestra historia literaria supieron aprender en él fondo y forma, las más afortunadas reflexiones existenciales expresadas con el más depurado de los estilos. Así cuenta Ovidio esa terrible historia:

“¡Oh, bárbaro de crueles acciones, oh inhumano, no te han conmovido los encargos de mi padre y sus lágrimas llenas de cariño, ni las cuitas de mi hermana ni mi virginidad ni las leyes del matrimonio! ¡Todo lo has trastocado: yo me he convertido en rival de mi hermana, tú en doble esposo! Soy merecedora del castigo propio de un enemigo. ¿Por qué no me arrebatas, pérfido, esta vida, para que no te falte ultraje alguno? ¡Y ojalá lo hubieras hecho antes de la sacrílega unión! Hubiese tenido una sombra libre de culpa (…) Filomela ofrecía su cuello y, al ver la espada, había concebido la esperanza de su muerte; él, sujetando con una tenaza la lengua que estaba llena de indignación, que gritaba sin cesar el nombre de su padre y que luchaba por hablar, se la cortó con cruel espada; la profunda raíz de su lengua palpita, ella misma está en el suelo y temblando balbucea sobre la negra tierra y, como suele saltar la cola de una culebra mutilada, se agita y al morir busca las huellas de su dueña. Incluso tras este crimen (apenas me atrevo a creerlo), se dice que a menudo se sirvió del cuerpo lacerado para su lujuria. [Tereo le dice a Procne que su hermana ha muerto. Esta le rinde honras fúnebres.] “¿Qué puede hacer Filomela? Un guardia le cierra la huida, las murallas del establo se alzan levantadas en sólida roca, la boca muda no tiene medios de denunciar el hecho. Es grande la inspiración del dolor y la habilidad acude en las situaciones desgraciadas. Astuta, cuelga de un telar bárbaro una urdimbre y tejió unas marcas de purpura entre hilos blancos delación del crimen, y un vez acabada la entrega a una y le ruega por señas que la lleve a su señora; aquella a la que se lo había pedido la llevó ante Procne; no sabe qué entrega en ello. Desenrolla el tejido la esposa del cruel tirano y lee el desgraciado romance de su suerte y (es admirable que pudiera) guarda silencio: el dolor reprimió su boca y faltaron palabras suficientemente indignadas a su lengua aunque las buscara, y no hay tiempo para llorar, sino que se precipita a confundir lo justo y lo injusto y se vuelca toda ella en la imaginación del castigo. (…) Llega por fin al inaccesible establo, da alaridos y grita el evohé y fuerza las puertas y arrastra consigo a su hermana, y viste con las insignias de Baco a la que ha arrastrado y esconde su rostro con hojas de hiedra y tirando de ella, que está asustada, la conduce dentro de su propio palacio. (…) Arde Procne y ella misma no domina su propia cólera y, echándole en cara el llanto a su hermana, dice: “No hay que tratar esto con lágrimas, sino con hierro, a no ser que tengas algo que pueda vencer al hierro. Yo, hermana, me he preparado para cualquier impiedad: o yo quemaré con teas el palacio real, arrojaré a Tereo, el artífice, en medio de las llamas, o le arrancaré con la espada la lengua o los ojos y los miembros que te arrancaron tu honra, o, mediante mil heridas, le sacaré su alma culpable. Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa por grande que sea; qué sea ello, lo dudo todavía” (…) Y, sin decir nada más, dispone un siniestro crimen y se abrasa en callada cólera. [Se le acerca su hijo Itis, a quien ve parecidísimo a su padre, Tereo] (…) Sin tardanza, arrastró a Itis como una tigresa del Ganges a una cría de teta de una cierva a través de los oscuros bosques, y cuando alcanzaron la parte más alejada de lo profundo de la casa, al que tendía sus manos y veía ya su destino y gritaba “madre, madre” y buscaba su cuello, Procne lo hiere con la espada donde el pecho se une al costado, y no vuelve su rostro; por más que una sola herida le bastaba para su muerte, Filomela le abrió la garganta con el hierro; y despedazaron los miembros, todavía vivos y que conservaban algo de aliento: de ellos una parte salta en los profundos calderos de bronce, otra parte chisporrotea en los asadores; las estancias chorrean de sangre. A estos manjares invita la esposa a Tereo que nada sabe y, fingiendo un sacrificio según la costumbre de sus antepasados al que solo se permite asistir al marido, alejó a acompañantes y siervos. El propio Tereo, sentándose en elevado sitial de sus antepasados, come y amontona en su vientre sus propias entrañas y, tan grande es la noche de su alma, “llamad aquí a Itis”, dijo. No es capaz Procne de disimular la alegría de su crueldad y, deseando ya erigirse en la mensajera de su matanza, “dentro tienes al que reclamas”, dice. Mira él en torno suyo y pregunta dónde está; y, mientras buscaba y lo llamaba de nuevo, según estaba con los cabellos despeinados por la terrible matanza, dio un salto Filomela y arrojó a la cara del padre la ensangrentada cabeza de Itis y en ningún otro momento había preferido poder hablar y atestiguar su goce con palabras dignas de la ocasión. El tracio alejó la mesa de sí con un enorme grito y hace venir a las viperinas hermanas del valle estigio, y unas veces intenta sacar de allí, si pudiera, con su pecho abierto el cruel festín y las sumergidas entrañas, otras llora y se llama miserable sepulcro de su hijo; ahora persigue con la espada desenvainada a las hijas de Pandíon. Pensarías que los cuerpos de las Cecrópides están colgados provistos de alas: colgaban provistos de alas. Una de ellas se dirige a los bosques, la otra se encarama a los tejados; y todavía no se han ido de su pecho las marcas de la matanza y la pluma está marcada con sangre. Él, raudo por su dolor y por el ansia de castigar, se convierte en un ave que tiene un penacho en la punta de su cabeza, un pico se prolonga exageradamente en lugar de la larga lanza, el nombre del pájaro es abubilla, parece una figura armada. [Las hermanas se convierten en golondrina, Procne, y en ruiseñor Filomela.]

De igual modo, la cervantina historia de Céfalo y Procris parece transcurrir en una floresta medieval de Chrétien de Troyes, aunque se reencarnara dieciséis siglos después en esa joya sucinta que es El curioso impertinente. El mito tuvo su descendencia curiosa en forma de primera ópera española cuya partitura y libreto han llegado hasta nosotros, basado, el segundo, en la obra teatral de Calderón Celos aun del alma matan. Puede que me pase, al ofrecer la transcripción casi íntegra del mito, pero quienes no tengan tiempo o ganas para ir al original a buen seguro que me lo agradecerán:

Permítaseme contar la verdad con el permiso de la diosa: por más que ella sea admirable por su cara de rosa, por más que ella ocupe los confines del día y ocupe los de la noche, por más que ella se alimente de agua de néctar, yo amaba a Procris, Procris estaba en mi corazón, Procris siempre en mi boca. [Recordemos que La Aurora (Eos) había raptado a Céfalo y lo mantuvo secuestrado ocho años] (…) Se conmovió la diosa y dijo: “¡Deja tus lamentos, ingrato, ten a Procris! Pero si mi mente ve el porvenir, querrás no haberla tenido.” Y encolerizada me devolvió a ella. Mientras vuelvo y doy vueltas en mi interior a las amonestaciones de la diosa, empecé a tener el miedo de que mi esposa no hubiese guardado bien las leyes del matrimonio; su figura y su edad me ordenaban creer en el adulterio, su carácter me impedía creerlo; pero, con todo, yo había estado ausente, pero también ésta, de donde yo volvía, era un modelo de culpa, pero todo lo tememos de los amantes. Decido, cosa lamentable, investigar y probar con regalos su casta fidelidad. La Aurora favorece este temor mío y cambia mi aspecto (me pareció percibirlo). [Entra sin ser reconocido y llega hasta donde está su esposa] “Cuando la vi me quedé atónito y casi abandoné la premeditada prueba de su fidelidad; malamente me contuve para no confesarle la verdad, malamente para no darle besos como era debido. Estaba triste (sin embargo, ninguna podía ser más hermosa que ella en su tristeza) y estaba afligida por la nostalgia del esposo que había sido raptado. Piensa tú, Foco [hijo de Éaco y de la nereida Psámate, aquí interlocutor de Céfalo, claro, quien lo induce a que cuente su historia], cuál sería la belleza en aquella a la que el propio dolor embellecía así. ¿Por qué voy a contarte cuantas veces su pureza de carácter rechazó mis intentos, cuántas veces me dijo: “Yo me reservo para uno solo; dondequiera que esté, reservo mis goces para uno solo” ¿Para quién en su sano juicio no hubiera sido suficiente esta prueba de fidelidad? No me doy por contento y hurgo en mis propias heridas; una vez que hablándole de entregarle una fortuna por una noche y al aumentar los obsequios finalmente la obligué a dudar, exclamo, mal fingidor: “¡Tienes delante un mal fingido adúltero, era tu verdadero marido; estás atrapada, desleal, siendo yo el testigo!” Ella nada dice; vencida solamente por silenciosa vergüenza, huye de su traidor hogar a la vez que de su malvado esposo y odiando, ofendida por mí, todo el linaje de los hombres, vagaba por los montes dedicándose a las aficiones de Diana. Entonces a mí, abandonado, una pasión muy violenta me llegó hasta los huesos; suplicaba su perdón y confesaba que había pecado y que habría podido sucumbir yo también a semejante culpa con los regalos ofrecidos, si se me ofrecieran tan grandes regalos. Vuelve a mí, que había confesado esto, habiendo vengado con anterioridad su pudor herido, y pasa dulces años armoniosamente conmigo. Me hace, además, como si ella se hubiese entregado como un pequeño don, el obsequio de un perro, del que, cuando a ella se lo entregó su Cintia, había dicho: “Vencerá a todos en la carrera”. También me regala a la vez la jabalina que tengo en mis manos. ¿Preguntas cuál fue la suerte del otro regalo? Escucha algo que ha de asombrarte: te sorprenderá por lo inaudito del hecho. [Envian una calamidad en forma de fiera, la zorra Teumesis, que asuela Tebas] Se me pide por gran consenso mi Lélaps [el perro que le regala Procris], este era el nombre del regalo; ya hace tiempo lucha por librarse él de sus lazos y tensa los que retienen su cuello. Apenas había sido lanzado y ya no podíamos saber dónde estaba; el polvo caliente tenía las huellas de sus patas, el mismo había desaparecido de nuestra vista: no sale más rápida que él una lanza ni las balas liberadas de la retorcida honda ni la ligera caña del arco de Gortina “Brisa, ven”, solía cantar, “alíviame y penetra en mi regazo, tú la más agradable, y, como sabes hacerlo, desea apaciguar los fuegos con los que me abraso” Quizás añadiría (así me arrastraba mi destino) más lisonjas y acostumbraría a decir, “tú, mi gran placer, tú me das fuerzas y me cuidas, tu haces que ame las selvas, que ame los lugares solitarios y que este aliento tuyo siempre sea captado por mi boca” No sé quién prestó oídos engañados por las palabras de doble sentido y, pensando que el nombre de la brisa tan a menudo invocado era el de una ninfa, cree que yo estoy enamorado de una ninfa. Al punto, temerario delator de una culpa inventada, se presenta ante Procris y repite con su lengua los susurros que ha oído. Crédula cosa es el amor: desvaneciéndose por el repentino dolor, según se me cuenta cayó y, tras haberse repuesto después de un largo tiempo, se llamó desgraciada, se llamó de adverso destino y se quejó de la infidelidad e, impulsada por una culpa irreal, temió lo que no es nada, temió un nombre sin cuerpo y se duele, desgraciada, como si se tratara de una auténtica rival. [Se va al bosque, entona la canción de la brisa, oye un ruido…]”al hacer las hojas que caían un pequeño ruido de nuevo, pensé que era una fiera y lancé mi veloz dardo; era Procris y, sujetando su herida en medio del pecho, grita: “¡Ay de mí!” Cuando reconocí la voz de mi fiel esposa, corrí a su voz precipitándome y fuera de mí; la encuentro moribunda y manchada con sus vestidos llenos de sangre y tratando de arrancarse de la herida su propio regalo (¡desgraciado de mí!) y su cuerpo, más querido que el mío para mí, lo levanto con suaves brazos y vendo las crueles heridas con mi ropa desgarrada desde el pecho e intento detener la sangre y le pido que no me abandone a mí, convertido en criminal por su muerte. Ella, sin energías y ya a punto de expirar, se fuerza a decir estas pocas palabras: “Por las alianzas de nuestro lecho y por los dioses del cielo y los míos, por si en algo he sido un bien para ti, y por el amor, motivo para mí de muerte, que incluso ahora cuando muero permanece, te ruego suplicante que no permitas que Brisa sea tu esposa en nuestro tálamo”.
         De lo que dan de sí las aventuras de Hércules, ¿cómo sorprenderse de que Ovidio haya escogido el episodio del manto de Deyanira, tan plástico, tan atroz, te alcanzaré con una herida, no con los pies:
[Habla Deyanira, dirigiéndose a Neso, un centauro, hijo de Ixión:] “Si nada te conmueve el respeto hacia mí, por lo menos la rueda de tu padre te debía hacer capaz de alejarte de uniones prohibidas. Sin embargo, no escaparás, aunque confíes en tus recursos de caballo; te alcanzaré con una herida, no con los pies.” La acción da valor a sus últimas palabras y una flecha disparada atraviesa el lomo que huye: el curvo hierro sobresalía de su pecho. Tan pronto como se lo arrancó, brotó por los dos agujeros sangre mezclada con la ponzoña del veneno de Lerna. Neso la recoge; “así pues no moriré sin vengarme”, habla consigo mismo, y entrega a la raptada como obsequio una tela empapada por la caliente sangre como si fuera un estímulo para el amor.  Cuando se le adelantó hasta tus oídos, Deyanira, la parlanchina fama, que se goza en añadir falsedades a la verdad y mediante sus mentiras crece desde lo más pequeño, diciendo que el Anfitrioníada estaba preso de amor por Íole. Su enamorada lo cree y, aterrada por la fama del nuevo amor, en primer lugar se entregó a las lágrimas y llorando desgraciada dio rienda suelta a su dolor, e inmediatamente después dice: “¿Pero por qué lloro? Mi rival se alegrará de estas lágrimas. Y, puesto que ella va a venir, hay que apresurarse y preparar algo nuevo, mientras está permitido y todavía no ocupa otra mi tálamo. ¿Me lamentaré o guardaré silencio? ¿Voy a volver a Calidón o a quedarme aquí? ¿Saldré de esta casa o, si no hay nada más, me resistiré? ¿Y si acordándome, Meleagro, de que soy su hermana, preparo una valerosa hazaña y dos testimonios, tras haber degollado a mi rival, de cuánto puede la injuria y el dolor de una mujer? (…) [Deyanira le envía la túnica teñida con la sangre de Neso para celebrar un sacrificio adecuadamente vestido. Hércules la coge y reviste sus hombros con el veneno de la víbora de Lerna. De pronto, comienza a surtir efecto el veneno:] “Mientras pudo, reprimió el gemido con su acostumbrado valor; después de que su capacidad de soportar fue vencida por el dolor, empujó el altar y llenó el boscoso Eta con sus gritos. Y sin tardana, intenta romper la túnica portadora de la muerte; por donde la arranca, arranca ella la piel y, cosa horrible de relatar, o al intentar en vano desprenderla se adhiere a su carne o descubre los desgarrados miembros y sus enormes huesos. La propia sangre, como en algún momento una lámina candente sumergida en helada agua, rechina y se cuece en el ardiente veneno. Y no hay limitación, las voraces llamas le sorben las entrañas y resuenan los tendones abrasados, y con la médula derretida por la oculta ponzoña, levantando las manos al cielo, grita: “¡Saturnia, aliméntate con mi desgracia! Aliméntate y contempla, cruel desde lo alto, esta calamidad y sacia tu fiero corazón. Ahora bien, si soy digno de compasión incluso para un enemigo, esto es, si lo soy para ti, arrebátame esta vida debilitada por crueles suplicios y odiosa y que nació para los trabajos. [Enumera sus trabajos] “Así dijo y herido camina por lo alto del Eta, no de otro modo que si un toro llevase clavado en su cuerpo un venablo y hubiese huido el autor de la acción. Se le habría podido ver muy a menudo volviendo a intentar desgarrar por completo su ropa y abatiendo troncos y enfurecido contra los montes o tendiendo sus brazos al cielo de su padre. [Coge a Licas, que le había entregado la túnica] “y, tras haberle dado tres o cuatro vueltas, lo envía con más fuerza que una catapulta a las olas de Eubea. Él, mientras cuelga en las brisas celestinales, se quedó duro y, como dicen que las lluvias se condensan por los helados vientos y después se convierten en nieve y que la nieve girando en una mole se aprieta y se hace un cuerpo aglomerado en espeso granizo, así de aquel que, lanzado al vacío con poderosos brazos y muerto de miedo y sin nada de líquido, han transmitido las épocas pretéritas que se convirtió en endurecido pedernal. Todavía ahora un pequeño peñasco sobresale en el profundo mar de Eubea y conserva huellas de figura humana y a éste, como si fuera a sentirlo, temen pisarlo los marineros y lo llaman Licas. “En lo que a ti respecta, famoso vástago de Júpiter, tras haber cortado árboles que el elevado Eta había producido y tras haberlos amontonado en una pira, ordenas que el hijo de Peante, con suyo servicio fue puesta la llama debajo, lleve tu arco y tu espaciosa aljaba y tus flechas que habrían de ver de nuevo los reinos troyanos, y, mientras se prende el montón por ávido fuego, cubres el alto amontone de madera con la piel de Nemea y te recuestas con el cuello apoyado en la clava, no con otro rostro que si estuvieras echado como comensal cubierto de guirnaldas entre vasos llenos de vino. [Se produce, a continuación, la Apoteosis de Hércules, que es llevado al Olimpo por su padre, Júpiter, en un carro de 4 caballos] “Entretanto, lo que había de llama devastadora lo había arrebatado Múlciber y no permaneció una figura de Hércules que fuese reconocible y no tiene nada proveniente de la figura de su madre, solamente conserva huellas de Júpiter; y, como una serpiente nueva tras haberse despojado de la vejez junto con la piel suele rebosar de vigor y brillar con la escama recién nacida, así, cuando el Tirintio se despojó de sus mortales miembros, florece en la mejor parte de sí y comienza a aparecer más grande y a ser temible por su augusta gravedad. Y el padre omnipotente, tras haberlo arrebatado entre huecas nubes en un carro de cuatro caballos, lo trasladó a los resplandecientes astros.
Seré parcial, sin duda, pero de esa especialidad ovidiana que es el monólogo dramático, me parece que el incestuoso de Biblis por su hermano Cauno y, sobre todo, el no menos incestuoso de Mirra por su padre, Cíniras, ambos poco conocidos fuera del ámbito de los especialistas, son dos ejemplos que dejarán al intelector boquiabierto y deseoso de afanarse en la lectura del volumen íntegro, porque hallazgos narrativos como los presentes son la columna vertebral de Las metamorfosis. Del segundo monólogo, el propio Ovidio advierte: Voy a cantar cosas terribles: alejaos de aquí, hijas, alejaos, padres, o, si mi canto relaja dulcemente vuestros corazones, que desaparezca la credibilidad hacia mí en esta parte, y no deis crédito a lo que ha ocurrido; o, si le dais crédito, dad crédito también al testigo de la acción. Pero vayamos, primero, a esa perfecta representación de la pasión prohibida que siente Biblis y que no la deja vivir:

“¡Ay, desgraciada de mí! ¿Qué pretende la imagen de la noche callada? ¡Cómo quisiera que no fuese verdad! ¿Por qué he visto yo estos sueños? [“le pareció también que unía su cuerpo al de su hermano y enrojeció, aunque yacía dormida”] Él ciertamente es hermoso para los ojos, aunque sean hostiles, y me place amarlo. (…) Con tal de que despierta no intente hacer nada de tal tipo, que me esté permitido que a menudo vuelva un sueño con una visión semejante: no hay testigos en los sueños y no les falta una apariencia de placer… ¡Por Venus y el alado Cupido a la vez que su madre, de cuántos goces he disfrutado! ¡Qué evidente pasión me ha tocado! ¡De qué modo yací derretida hasta los tuétanos! (…) ¿Pero qué importancia tienen los sueños? ¿Acaso tienen importancia los sueños? ¡Mejor los dioses! En verdad los dioses tuvieron a sus hermanas como suyas. (…) ¿Por qué intento costumbres humanas para los dioses del cielo y pactos distintos? ¡O el ardor prohibido se escapa de mi corazón o, si no puedo, pido morir antes y, una vez muerta, ser preparada en el lecho y que mi hermano dé besos a la allí colocada! (…) Con todo, si él mismo hubiera sido cautivado primero por un amor hacia mí, quizás yo podría ser indulgente con su loca pasión. ¿Así pues lo buscaré yo misma, que no habría de rechazar a quien me buscase? ¿Podrás hablar acaso? ¿Podrás confesarlo? Me obligará el amor, podré; o si el pudor refrena mi boca, una carta secreta confesará mis ocultos fuegos. (…) Lo verá: voy a confesar mi insensato amor. ¡Ay de mí! ¿Adónde me dejo llevar? ¿Qué fuego alberga mi mente?” Comienza y duda; escribe y desecha las tablillas; y marca y borra; cambia y condena y aprueba, y alternativamente deja la que ha cogido y vuelve a coger las que ha dejado. No sabe qué quiere; lo que parece que está a punto de hacer le desagrada; en su rostro está mezclada la osadía y la vergüenza. (…) “Te envía a ti esta salud, que no habrá de tener si tú no se las das, una enamorada; le avergüenza, ¡ay!, le avergüenza divulgar el nombre. (…) En verdad podría ser para ti un indicio de un pecho herido el color y la delgadez, y el rostro y mis ojos muy a menudo húmedos, y mis suspiros provocados por una causa no evidente, y mis frecuentes abrazos y los besos que, si por casualidad lo notaste, no podrían ser percibidos como de una hermana; sin embargo, yo misma, aunque tenía una cruel herida en mi corazón, aunque en mi interior había un enloquecido ardor, he hecho todo (los dioses son mis testigos) para estar por fin en mi sano juicio, y luché durante largo tiempo por esquivar, desgraciada, las enfurecidas armas de Cupido y yo, endurecida, soporté más de lo que pensarías que puede soportar una joven. (…) Compadécete de la que te confiesa su amor y que no lo confesaría si no la obligase un ardor al límite, y no seas merecedor de ser inscrito en mi sepulcro como su causante.” [Finalmente, se decide a enviar la carta, pero la envía con su sello personal, por lo que se delata ante su hermano, quien la rechaza.] “¿Por qué, temeraria, he dado muestras de esta herida? ¿Por qué tan rápidamente he confiado unas palabras que debieron ser ocultadas a unas apresuradas tablillas? Antes hubiera debido yo explorar con palabras ambiguas el parecer de su corazón. Para que no deje de favorecerme en mi avance, debí comprobar con una parte de la vela de qué calidad era la brisa y discurrir por un mar seguro yo, que ahora he desplegado las velas a unos vientos no sondeados antes. Por tanto, soy arrastrada contra unos escollos y, después de volcar, me sumerjo en la totalidad del océano y mis velas no tienen posibilidad de regreso. (…) Si me estuviera permitido rehacer lo ya hecho, lo primero era no haber comenzado, lo segundo es obtener por la fuerza lo emprendido. (…) Lo que falta es mucho para mis deseos, poco para un crimen.

Del segundo mito, esa obsesión enfermiza de Mirra por su padre, y de las argucias de que se vale aquella para yacer con este, la narración de Ovidio, después de haber hecho aquella advertencia que antes recogí, nos dice:

La cautela de los hombres ha promulgado leyes mezquinas, y lo que permite la naturaleza lo niega la jurisprudencia celosa. (…) ¿Por qué das vueltas a estas cosas? ¡Alejaos, prohibidas esperanzas! Aquél es digno de ser amado, pero como un padre. Por consiguiente, si yo no fuese la hija del gran Cíniras, podría acostarme con Cíniras; ahora, dado que ya es mío, no es mío, y la misma proximidad es para mí motivo de daño: como extraña tendría más posibilidades. Me agradaría irme lejos de aquí y abandonar los confines de mi patria con tal de poder escapar a mi crimen. Un maligno ardor retiene a la enamorada para contemplar en persona a Cíniras y tocarle y hablarle y darle besos, si no se concede nada más; pero, impía y doncella, ¿puedes esperar algo más allá y no te das cuenta de cuántas leyes y nombres confundes? ¿Acaso vas a ser rival de tu madre y concubina de tu padre? ¿Acaso recibirás el nombre de hermana de tu hijo y madre de tui hermano? ¿Y no temes a las hermanas empenachadas de negras serpientes, a las que contemplan los culpables corazones buscando los ojos y las bocas con crueles antorchas?(…) Era medianoche y el sueño había relajado las preocupaciones y los cuerpos; pero la joven hija de Cíniras, insomne, es apresada por un fuego que no puede dominarse y da vueltas a sus enloquecidos deseos y unas veces desespera, otras quiere intentarlo, y se avergüenza y siente deseos y no encuentra qué pueda hacer y, como se duda de dónde va a caer un enorme tronco herido por una segur cuando queda el ultimísimo golpe y se teme desde todas partes, así su ánimo, sacudido por muchas heridas, vacila sin peso de aquí para allá y toma impulso en ambas direcciones. Y no se encuentra limite y reposo del amor a no ser la muerte. Le agrada la muerte. Se levanta y decide anudar su garganta con un lazo y, habiendo atado su cinturón de lo alto de un poste, dijo: “Adiós, querido Cíniras, y comprende la causa de mi muerte” y estaba sujetando la atadura al cuello que se ponía lívido. Dicen que los murmullos de sus palabras llegaron a los fieles oídos de la nodriza, que guardaba el umbral de su pupila; se levanta la anciana y abre las puertas y, al ver los instrumentos de la muerte ya decidida, en un mismo momento grita y a la vez se hiere y se rasga las vestiduras y destroza las ataduras arrancadas del cuello. Entonces por fin quedó libre para llorar, entonces para abrazarla y preguntar el motivo del lazo. Enmudecida guarda silencio la doncella e inmóvil contempla el suelo y lamenta que haya sido sorprendido el intento de una muerte tardía; la apremia la anciana y, desnudando sus blancos cabellos y sus pechos vacíos, le suplica por la cuna y por sus primeros alimentos que le confíe lo que le produce dolor: aquella gime de espaldas a la que le pregunta; la nodriza está segura de que va a enterarse y de que no le prometerá solo lealtad. “Háblame”, le dice, “y permite que yo te proporcione ayuda; mi vejez no es inútil: si es locura, tengo a la que puede curarla con sortilegios y hierbas; si alguien te ha hecho daño, serás purificada con un rito mágico; si es la cólera de los dioses, la cólera puede ser aplacada con sacrificios. ¿Qué más puedo pensar? Ciertamente la fortuna y la casa están a salvo y siguen su curso: vive tu madre y también tu padre”. Mirra, al oír “padre”, emitió un suspiro de lo profundo de su corazón y la nodriza todavía no capta nada impío en su pensamiento y, sin embargo, presiente algún amor y, constante en su propósito, pide que le indique a ella misma cualquier cosa que sea y acoge en su regazo de anciana a la que llora y, abrazando así sus miembros con sus débiles brazos, dice: “Me he dado cuenta, ¡estás enamorada! Y en esto (aleja tu miedo) mi diligencia será adecuada para ti y tu padre no se enterará nunca de esto.” Saltó de su regazo presa de furor y, oprimiendo el lecho con su cara, dice: “Aléjate, te lo ruego, y ten consideración hacia mi desgraciado pudor”; a la que la apremia le dijo: “Aléjate o deja de preguntar por qué me lamento: lo que te afanas en saber es un crimen”. Se horroriza la anciana y le tiende unas manos temblorosas por los años y por el miedo y cae suplicante a los pies de su pupila y unas veces la acaricia, otras veces la asusta y la amenaza con la delación del lazo y del intento de suicidio, si no la hace cómplice, y le promete ayuda para el amor, una vez se lo confíe. Levantó ella su cabeza y con las lágrimas vertidas llenó el pecho de la nodriza y muchas veces intentó confesar, muchas veces retiene su voz y cubrió su avergonzado rostro con el vestido y dijo: “¡Oh madre, feliz con tu esposo!” Tan solo esto, y lanzó un gemido. Un temblor penetra en los miembros y huesos de la nodriza helándolos (pues se dio cuenta), y en toda su coronilla su blanca canicie se eriza enhiesta de rígidos cabellos, y añadió muchas cosas para que echara fuera, si podía, los crueles amores; y la doncella sabe que ella recibe consejos sinceros, aunque está segura de morir si no consigue el objeto de su amor. “Vive”, dice esta, “disfrutarás de tu…” y, no atreviéndose a decir “padre”, guardó silencio y confirma su promesa jurando por la divinidad. Las piadosas madres celebran las fiestas anuales en honor de Ceres, esas en las que, cubriendo sus cuerpos con níveos vestidos, ofrecen como primicias de sus cosechas guirnaldas de espigas y durante nueve noches consideran prohibida a Venus y el contacto con los hombres. Entre aquella multitud está Cencreide, la esposa del rey, y asiste a los secretos oficios. Por consiguiente, mientras el lecho está vacío de la esposa legítima, la nodriza, en mala hora diligente, encontrando a Cíniras embotado por el vino, con un nombre inventado le expone unos amores verdaderos y alaba la belleza; al preguntársele los años de la doncella, dice: “Es igual a Mirra”. Después de que recibió la orden de conducírsela y tras haber vuelto a casa, dijo: “¡Alégrate, pupila mía, hemos vencido!” La desgraciada doncella no siente alegría en todo su corazón y se entristece su pecho que presiente, pero con todo también se alegra; tan grande es el desvarío de su mente. Era la hora en que todas las cosas guardan silencio (…); ella se dirige a su fechoría. Huye del cielo la dorada luna, negras nubes cubren los astros que se esconden. (…) Por tres veces se volvió atrás por la señal del pie que había tropezado, por tres veces un funesto búho emitió su augurio con su canto de muerte; no obstante, avanza; y las tinieblas y la negra noche amenguan su vergüenza y con su mano izquierda sostiene la mano de la nodriza, la otra explora el oscuro camino con su tanteo. Ya toca el umbral de la alcoba, ya abre las puertas, ya se mete dentro; pero le temblaron las piernas al doblarse las rodillas, y huyen el color y también la sangre, y en su avance la abandona el ánimo; y cuanto más cerca está de su crimen, más se espanta; y se arrepiente de la osadía y quisiera poder darse la vuelta sin haber sido reconocida. La anciana conduce con su mano a la que duda y, al entregar a la conducida al alto lecho, dijo: “Recíbela, Cíniras, ésta es tuya” y unió los cuerpos malditos. El padre recibe sus propias entrañas en impuro lecho y alivia el miedo de la doncella y da consejos a la temerosa. Quizás también con el pretexto de la edad, dijo “hija”, y ella también dijo “padre”, para que no falten nombres al crimen. Llena de su padre abandona el tálamo y lleva en el funesto vientre impías semillas y transporta lo criminalmente concebido. La siguiente noche repite la fechoría, y no hay límite en ella; finalmente, cuando Cíniras, deseoso de conocer a su amante después de tantas uniones, vio, tras haber traído una luz, el crimen y también a su hija, con palabras retenidas por el dolor sacó su brillante espada de la vaina que colgaba; Mirra huye y es substraída a la muerte por las tinieblas y por regalo de la ciega noche y, tras haber vagado por los anchos campos, abandonó la Arabia productora de palmeras y los territorios panqueos y anduvo errante durante nueve cuernos de la luna que vuelve, hasta que finamente descansó agotada en la tierra de Saba; y con dificultad transportaba el peso de su vientre. Entonces, sin saber su deseo y entre el miedo a la muerte y el hastío de la vida, enhebró las siguientes súplicas: “Oh divinidades, si algunas sois accesibles a los que reconocen su culpa, he merecido y no rechazo el triste suplicio. Pero, para no ultrajar viviendo a los vivos y muerta a los muertos, expulsadme de ambos reinos y negadme, una vez transformada, tanto la vida como la muerte”.

Acto seguido Mirra es convertida en el árbol de su nombre. Embarazada como está de su hijo, se completa la metamorfosis, pero Lucina, diosa de los partos, sin embargo, se apiada de la criatura, la saca del árbol y ahí aparece en el escenario mitológico nada menos que Adonis… Llamándose mi hija Marcela, por mor de la pastora cervantina, ¡cómo había de dejarme indiferente el episodio tan celebrado de Atalanta e Hipómenes!, porque de la furiosa independencia antimarital de Atalanta es trasunto la de la Marcela que no acepta responsabilidad alguna en la muerte por amor de Grisóstomo. Precisamente, en esa técnica de narraciones encadenadas, es Venus quien, teniendo a Adonis recostado en su regazo le cuenta la historia de Atalanta, de la que, porque ya abuso en exceso de la paciencia de quienes por aquí se pierdan, recojo estas pinceladas:

“No te es necesario un marido. Atalanta. Huye del trato con esposo, sin embargo, no escaparás y viva estarás privada de ti misma” Aterrada por el oráculo del dios, vive soltera en medio de oscuros bosques y se libra con violencia de la muchedumbre de pretendientes que la apremian mediante una condición: “No seré poseída”, dice, “si no soy vencida antes en la carrera”. (…) Y aunque al joven aonio [Hipómenes] le pareció que ella no avanzaba menos veloz que una flecha de Escitia, sin embargo, él admira más su belleza, y aquella carrera proporciona belleza. La brisa lleva hacia atrás las sandalias arrebatadas a las rápidas plantas, y sus cabellos se desparraman por su espalda de marfil y se deslizan las rodilleras de bordada franja que estaban junto a las corvas, y entre la blancura propia de doncella de su cuerpo había adquirido rubor, no de otro modo que cuando sobre un atrio blanco un toldo de púrpura mancha las sombras que ha creado. [Ante el reto de Hipomenes, Atalanta se dice:] “¿Qué dios malvado para los hermosos quiere perder a este y le ordena buscar este matrimonio con peligro de su vida? Yo no soy de tan gran valor, según mi juicio. Y no me impresiona su hermosura (sin embargo, podía impresionarme también por ella), sino el hecho de que todavía es un niño; no me conmueve él mismo sino su edad. ¿Qué, del hecho de que hay en él valor y una mente no aterrada por la muerte? ¿Qué, del hecho de que se enumera el cuarto a partir de su origen marino? ¿Qué, del hecho de que me ama y considera de tal valor mi matrimonio que perecerá, si la cruel fortuna a él me niega? ¡Mientras está permitido, extranjero, aléjate y abandona un ensangrentado tálamo! Mi matrimonio es cruel. No habrá ninguna que no quiera casarse contigo, y puedes ser deseado por una muchacha inteligente. ¿Pero por qué tengo yo preocupación por ti habiendo muerto ya tantos con anterioridad? ¡Que él se cuide! Que muera, puesto que no ha sido advertido por la matanza de tantos pretendientes y es empujado al hastío de la vida. Así pues, ¿morirá éste porque ha querido vivir conmigo y soportará como premio de su amor una muerte que no merece? Mi victoria será propia de un odio que no ha de ser soportado. Pero no es mi culpa. ¡Ojalá quisieras renunciar! O, puesto que estás enloquecido, ¡ojalá seas más veloz! ¡Ay, qué virginal expresión hay en su rostro de niño! ¡Ay, desgraciado Hipómenes, querría no haber sido vista por ti! Eras digno de vivir; pues, si yo fuese más feliz y los hados desfavorables no me negarán el matrimonio, serías el único con el que querría compartir mi lecho.”

De mucho menor interés, aun no siendo nada despreciable, es el tramo final del libro en el que Ovidio se convierte en una suerte de divulgador sin pretensiones de la vida y doctrina de Pitágoras, como si la teoría de la transmigración de las almas fuera el fundamento filosófico de las transformaciones divinas que ha ido describiendo a lo largo de sus justas páginas; una obra, por cierto, en la que lo más frecuente es la acción arbitraria y resentida de los dioses, sujetos, sin excepción alguna, a las más bajas pasiones humanas, lo que hace de ellos algo así como un vecino frente al que cumple precaverse para no verse arrastrado a un mal encuentro con funestas consecuencias. O, como confiesa Semele: Deseo que sea Júpiter, pero tengo miedo de todo: muchos, bajo el nombre de dioses, se han introducido en castos lechos. Finalmente, y aunque es demasiado extensa como para trasladarla a esta entrada interminable, capaz, sin duda, de acabar con la paciencia jobiana de cuantos intelectores tengan a bien distraer sus ocios en este Diario, no quiero dejar de recomendar vivamente la ordalía dialéctica entre Áyax y Ulises acerca de a quién han de pertenecer las armas de Aquiles, quién ha hecho más méritos para quedarse, honrado, con ellas. Se trata de un festín discursivo en el que, como se defiende el bravo Áyax, es más seguro competir con palabras inventadas que luchar con las manos. Y ahora sí que acabo con ese capitulillo inexcusable de los arrabales del saber, esos barrios de las ediciones críticas por los que incluso he llegado a viajar sin visitar el texto al que acompañaban, cuando me guiaba el cotilleo anecdótico o las altas exigencias de la Filología… Por ese lado siempre atractivo de los saberes inútiles, esos que se encarnan en notas a pie de página y caen de lleno en el capítulo de curiosidades y pasatiempos, la edición de Álvarez e Iglesias aporta lo suyo a las alforjas del archivo correspondiente, más allá, está claro, de lo que el propio Ovidio con su inusitada atención a los mitos “menores”, podríamos decir, nos suministra. Así, deliciosa me parece la doble versión del anagrama patriótico de Ovidio: SMPE: Sulmo mihi patria est que en Sulmona, al menos en su catedral, consagrada a san Pánfilo, leen de otra forma: Salus mea Pamphylus est. Lírico, muy lírico, por otro lado, es el origen de la Vía Láctea como la leche derramada del pecho de Juno al amamantar a Hércules. Que Nébride signifique “piel de corzo”, con la que se cubre Baco; que los peines se hacen de madera de boj, arbusto abundante en la Capadocia; que los romanos tuvieran la creencia, ¡tan lorquiana!, de que podían hacer bajar la luna golpeando bronces; que tuvieran la romántica costumbre de rodear los troncos de los árboles con cintas o guirnaldas como muestra de deseos cumplidos; que la consideración del ciprés como árbol de luto sea de origen romano, mientras que en Grecia constituía una ofrenda vital a los dioses del cielo; que Múlciber, de tan dulce nombre, aun a fuer de luciferino, sea otro nombre de Vulcano….; todos esos datos que no constituyen saber específico ninguno, ¡de qué modo alegran las horas de lectura ya de por sí, en el caso de Las metamorfosis, gozosas hasta el éxtasis intelector!

2 comentarios:

  1. Mateo 4:17 Arrepentios, porque El Reino de los Cielos se ha acercado. Mateo 18:11 Porque El Hijo del Hombre ha venido para salvar lo que se habia perdido.

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    1. Sí, la metamorfosis crística también tiene su interés, indudablemente.

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