miércoles, 11 de marzo de 2015

Memento Mori… El Artista ante su desaparición (no deseada).


                       


Variación no envarada… sobre lo ineluctable.


         Ignoro cuándo se me enquistó el pensamiento que, desde entonces, actúa en mí como un agente corrosivo, y a veces corrisivo, a juzgar por el humor negro desde el que me veo contemplando supuestos de tan sólita como frágil naturaleza. Nadie sabe el día ni la hora, cierto es; pero ¿a quién no se le amontonan desapariciones ajenas o cercanos y traumáticos procesos de degeneración física de un tiempo a esta parte? Descubrir lo siempre sabido no necesariamente es dar de bruces con el Mediterráneo, porque siempre hay matices nuevos e insólitas perspectivas en el choque con el mar de nuestro tiempo tasado.
 El Artista, por ejemplo, puede llegar a angustiarse por algo nada insignificante como en mitad de la lectura de qué libro se le ocurrirá a Átropos cortar la hebra de su vida, tejida pacientemente por Clotos y cuya longitud Láquesis estableció con criterios inapelables. El Artista mira los estantes de las obras no leídas y comienza a despreciar posibilidades: ¡sobre todo que no le sorprenda a mitad de Los episodios Nacionales o de En busca del tiempo perdido!, permanentemente en el salón de las lecturas perdidas; y menos aún enfrascado en alguna lectura extravagante como los Estudios sobre semántica de Gottlob Frege, siempre postergada, pero siempre ocupando el espacio del absurdo compromiso en la gaveta superior de su mesa de trabajo. Para ese supuesto de la incompletitud lectora, lo mejor sería excluir cualquier novedad y reducirse, radicalmente, a la relectura, y tener siempre a mano la única lectura de cabecera: los Ensayos de Montaigne, cuya voz confidencial le parece al Artista la suya propia, de ahí el lugar de privilegio: el único libro en la mesilla de noche, junto a la lectura en curso que comparte fugazmente el protagonismo, y algunas veces con tanta solidez como la del propio Montaigne, como el actual Libro de los pasajes de Benjamin, recorrido hasta ahora con delicada morosidad y, desde esta entrada, con inmediata avidez…
Mayor incomodidad aún siente, el Artista, cuando piensa en cuál será la obra durante la escritura de la cual  le sorprenderá el tajo de la guadaña para quedar incompleta por los siglos de los siglos, sin ese consolador punto final que a veces pone el cansancio, otras la vanidad y, la mayoría de las veces, la ineptitud. ¿Será un verso, un aforismo, la sinopsis de un proyecto, una cruel mimismografía, una escena teatral, una crítica de cine, una entrada en el blog, como esta torpe variación, un correo electrónico, una carta…? Algo tengo la seguridad de que será imposible: que sea la lista de la compra, pues jamás he escrito ninguna… En cualquier caso, sea lo que fuere, formará parte del viejo libro de los esbozos y del más antiguo aún de los títulos, para darle cumplida entidad a los cuales ni veinte vidas serían tiempo suficiente…
No suelo meditar, sin embargo, ni sobre el cómo ni sobre el cuándo de la inevitable desaparición. El vitalismo unamuniano que me empuja me lo impide; la voluntad de ser que me urge, me lo veda; el deseo de percibir que me espolea, me lo prohíbe. Y me da exactamente igual. Cuando despedí a mi padre, mis propios hijos se despidieron, emocionados, de mí, tras haberme oído leer en el funeral algunas de las Coplas de Manrique dedicadas, injustamente, a uno de los dos responsables de mis días. Curioso funeral en vida fue, a fe, casi en diferido, me atrevería a decir si la irracionalidad política no hubiera deslustrado el concepto. Me alegra haberlo podido vivir. Me doy por cumplido.  La meditación de las postrimerías la asocio con el fulgor, con lo subitáneo, con el tradicional “envía tu rayo hasta la muerte” del abracadabra del birlibirloque, un auténtico prodigio sacado de la chistera de la consumación, de la finitud. Sí y no me pillará por sorpresa el corte de la tijera. Suelo acogerme a la bondad científica con que he contemplado siempre, dada mi afición singular a los procesos degenerativos, tan vitales como la potencia y el apogeo, el desarrollo de las enfermedades y la adaptación inevitable a las limitaciones biológicas. Hay, se comparta o no, un narcisismo del deterioro, que yo ejerzo con plena consciencia: soy notario fidedigno de mi propia devastación, y levanto acta tan escrupulosa como apasionada de las mutaciones constantes de mi organismo. Sin complacencia. Con esa bondad y caridad científicas propias del Dr. Jeckyll. Y, a pesar de todo, no hay en ello ni una brizna de literatura. A día de hoy sé que estoy curado de espanto y que mi desaparición tendrá, en el momento en que se produzca, algo de don excepcional, de último regalo generoso del proceso vital que sigo viviendo con absoluta pasión desde que decidí escoger la vida frente a la muerte que imponía la huésped ingrata de la desesperación adolescente. Nadie sabe, decía al principio, ni el día ni la hora. Y mentí, artificiosamente, porque he querido rendir homenaje con esta variación no envarada a la emocionante lección de Ars moriendi que hace pocas semanas ha dictado una persona tan excepcional como Oliver Sacks con motivo del conocimiento más que aproximado de su día y de su hora, un prodigio de llaneza y emotividad que no deja indiferente al lector: No puedo fingir que no tengo miedo. Pero el sentimiento que predomina en mí es la gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y pensado, y escrito. He tenido relación con el mundo, la especial relación de los escritores y los lectores. Y, sobre todo, he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura.




3 comentarios:

  1. No es la primera alusión tuya al momento del tránsito. Creo que leí hace poco una también a la muerte en uno de tus posts. Es un tema nuevo, espero que no sea fruto de tu nueva situación deslaboralizada. Pensar las postrimerías. memento mori , Jorge Manrique, agradecimiento a la vida ... ¡Qué fúnebre resulta todo! Solo falta el diseño de la ceremonia mortuoria y el color de las flores en el atril del autor del responso. Pensar la muerte. Ha sido mi monotema desde que recuerdo. A mi juicio aparece como el momento estelar de la vida, la apoteosis del ego unida a su aniquilamiento. Un momento luminoso, no sombrío. No niego que piense que somos algo más que materia. Conciencia, espíritu, alma. No sé qué forma darle a esta intuición. En el zen nos decían que éramos desde siempre ya un ataúd andante, un sepulcro viviente, una mortaja en acción. Esto me parecía divertido. Pensar la vida como si ya se estuviera muerto. No creo que la muerte sea la antítesis de la vida sino su culminación. Ese momento en que todo será plenitud alumbrando la nada u otro estado de conciencia a lo que me acojo esperanzadamente. No por aferrarme a una vaga ilusión, sino por una continuidad de obsesiones que me han acompañado durante la vida. Estos días leo a Balthus, el pintor. Me atrae su concepción espiritual de la vida y del arte. Las artes funerarias son interesantes. Y el barroquismo o medievalismo del tempus fugit y el memento mori parecen afligir a los jubilados. Tengo que prepararme para esto. No te había leído nunca en ese sentido. Y ahora ya parece que se hubiera derribado el penúltimo dique que te separara del final. Ese final absurdo y sinsentido. Contrasta el comentario de Oliver Sacks, luminoso, y tu escrito, oscuro y artificioso sobre el hecho que da sentido a nuestras vidas. Caramba con la jubilación. El otro día un amigo de 57 años me hablaba también en términos semejantes o parecidos. A mí que vivo maravillado y abstraído en esta dimensión, no sé si por efecto del soma que tomo diariamente, y que pienso arrojarme en paracaídas el día de mi cumpleaños. Cada vez más impregado de misticismo al estilo Eckart y luminoso como la Noche oscura del alma de Juan de la Cruz. ¡Qué católico me ha parecido tu texto! El colofón final de Sacks no alivia de su retórica al preámbulo jubilar de una mente de un jubilado que se lo ha creído, o que parece creérselo. Diantre, qué prodigio. Dos confesiones vitales de dos jubilados en pocos días en términos de finitud cuando yo estallo en éxtasis vital. ¡Qué demonios!

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    1. "el hecho que da sentido a nuestras vidas" no es, a mi modo de ver y sentirlo, la muerte. Al revés, si acaso: son nuestras vidas las que le dan algún sentido a la muerte, si es que alguno puede dársele a la mera cesación, que no estoy muy seguro. No me parece que haya "funebreidad" en mi reflexión, ceñida al hecho de la figuración de la desaparición, algo que no es, propiamente, de hoy sino de siempre, como te ha pasado a ti con tu ideación sobre la muerte. Lo presento, o al menos eso quería, como un hecho que me llena de extrañeza, dada mi fiera vitalidad y mi compulsivo optimismo; pero no niego que, una vez aparecido y fijado en mi interior, algo tiene de ritornello. Una leucemia aguda en un familiar no es ajena, sin duda, a la figuración que he tenido. La vida tiene eso; la biología nos tiene bien determinados.

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  2. Tengo los ensayos de Montaigne en libro digital. Empezaré con ellos dentro de un tiempo. Los tengo guardados para una nueva etapa. Antes he de tirarme en paracaídas, viajar a la India, retornar al zen, leer a Josep Pla, andar durante dos meses, conocer la pintura de Rothko, hacer mi primera exposición de fotos ... Pensar en Montaigne (hoy Manuel Vicent lo citaba también) me hace pensar en la tercera edad.

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