viernes, 27 de junio de 2014

Breve Intermedio con carácter: Los no-aforismos zénicos de Antonio Porchia

Voces reunidas, de Antonio Porchia:
 la discreta sabia voz de la humildad, el pasmo y la serenidad vitales..
Como tantas otras lecturas fundamentales de mi vida, debo el conocimiento de Antonio Porchia a Luis Valdesueiro, a cuya sombra generosa he ido creciendo en la experiencia lectora, en la exigencia de la reflexión, en el escarmiento vital y en la continencia grafómana. En su blog leí una antología del decidor italo-argentino y después, impactado, he acabado en su único libro, Voces, sobre el cual quisiera expresar algunas ideas, pocas y en agraz, por si a algún intelector pudiera interesarle acercarse a tan curioso personaje.
El hecho de que Antonio Porchia sólo haya dicho –y posteriormente escrito– un libro en su vida, por más que fuera añadiendo voces –que así llama él a sus pensamientos, denominación que hemos de respetar por exigencia del propio autor: Jamás digan que escribo aforismos. Me sentiría humillado–, en entregas sucesivas del mismo volumen, es ya, me parece, un signo tan aplastante de inteligencia que constituye, su lectura, una propuesta a la que no podemos negarnos, ni debemos. Son escasos los autores silenciosos, como Juan Rulfo o Mallarmé, como para no tenerlos en un pedestal. Lo mismo sucede con Porchia.
Voces es el nombre con que bautizó Porchia sus pensamientos, reflexiones o inspiraciones dichos, porque nunca queda claro, a propósito de su técnica compositiva, cuál es el método dominante, y aunque me cueste lo mío, porque, al margen del expreso deseo del autor de que no lo confundan con un aforista (y el género de la aforística es propenso a toda clase de rarezas y manías), porque es innegable que Porchia, como Heráclito, con quien tantas semejanzas he hallado, hace del aforismo, a menudo lírico, un método de pensamiento, trataré de no volver a usar la palabra aforismo en lo que resta de entrada.
Nunca una edición, por chapucera que sea, es capaz de menoscabar una obra importante, pero a veces una edición magnífica realza esa misma obra y deja en el lector la sensación de haber hecho, con su adquisición,  un negocio redondo: vital. Eso ocurre con la edición de Pre-Textos: la excelencia de los materiales complementarios y las ilustraciones fotográficas nos permiten considerar este volumen de Porchia como una de las joyas de nuestra biblioteca, y ello sin caer en el carísimo vicio de la bibliofilia, a veces mera pulsión estética, hija de la perversa ostentación. Digamos, en términos de justicia poética, que el autor merecía una edición así. Tener a nuestro alcance el corpus total de las voces, salvo las regaladas generosamente por el autor y no incluidas en ninguna de sus ediciones, las definitivas y las abandonadas, amén de una valiosa tabla de variantes, nos permiten no solo lo principal: leer y disfrutar con la voz ingeniosa, filosófica, paradójica, radicalmente escéptica y dulcemente apasionada del autor, sino también hacernos cargo del interesantísimo proceso de creación y de transformación de dichas voces hasta alcanzar el beneplácito definitivo de un vocero exigente y riguroso como la brevedad de su obra lo demanda.
Con Antonio Porchia puedo dilatar brevemente la continuación de la serie sobre la teoría del carácter (a un paso ya de la entrega sobre Otto Weinninger que le pone punto y final) porque él, en sí, es un carácter que puede y debe ser estudiado a la luz de lo hasta aquí expuesto en la teoría. Los elementos biográficos que nos proporciona la edición de Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo nos permiten tener una idea nítida de ese carácter singular de Porchia. Datos sustanciales son, entre otros: que su padre fuera un sacerdote que colgó los hábitos para casarse, que el niño Antonio fuera acosado por los niños del pueblo italiano donde vivía, quienes  corrían señalándolo con el dedo y gritando: ¡Il figlio del prete!” , que tuvieran que emigrar para escapar a ese acoso social, que el padre muriera en edad temprana (Mi padre, al irse, regaló medio siglo a mi niñez), obligándolo, como hijo primogénito a tener que trabajar desde temprana edad para ayudar a su familia a salir adelante, que se independizara cuando ya sus hermanos se valían por ellos mismos y que escogiera la soledad y un piso bien humilde donde llevar una vida modestísima, alejada de cualquier veleidad literaria y ajena a cualquier lucha por el reconocimiento público. Quiero destacar de esos datos que entre los diversos oficios a los que se dedicó Porchia para sacar su familia adelante se menciona el de tejedor de cestos. Quienes hayan leído mi entrada sobre Eusebio, la novela pedagógica de Montengón, en la que el tutor del protagonista decide iniciar su educación enseñándole un oficio con el que poder valerse en la vida antes de dedicarse a estudios enjundiosos que, acaso, no le permitan subsistir, se percatarán de la magnífica coincidencia que esto supone, algo así como si en la base de la reflexión hubiera de estar forzosamente la habilidad manual, lo que nos llevaría a unas elucubraciones en las que lamentablemente no puedo internarme ahora.   
Con esos datos, más la proverbial afectuosidad y humildad del personaje, además de su tendencia filosófica que toma como raíz la experiencia cotidiana de su propio existir, no es difícil imaginar que Porchia pueda ser asimilado a la figura de un maestro zen (Hablo pensando que no debiera hablar: así hablo), que hace de la expresión enigmática del pensamiento una forma de estar en el mundo. Hemos de tener presente que las voces nacieron como tales, dichas, no escritas, de ahí que la dimensión oral de la misma asimile a Porchia fácilmente a la figura del maestro zen o de cualquier otro maestro sea helénico, sea medieval, si bien él nunca pretendió “sentar cátedra”, sino que, al parecer, le salían espontáneamente en contacto con la realidad, le venían, como decía él, y nunca podía prever cuándo se producía esa venida, de ahí su negativa a comprometerse con revista ninguna para proveerlos con voces inéditas, porque no respondían a un proceso de maduración reflexiva, sino, antes bien, a la visita caprichosa de la famosa inspiración, de naturaleza poética. Por ello mismo, el proceso de depuración de las voces, como ocurre con la transmisión oral, fue acendrándose en sucesivas elaboraciones de las voces hasta encontrar la forma definitiva, momento en que son llevadas al papel, si bien en éste aún admitirían algunos cambios. Se trata de un proceso poético en todo equivalente al de Juan Ramón Jiménez, de quien es conocida su proverbial obsesión por la reescritura de su obra en busca de una perfección que siempre se le escapaba: ¡Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas!, clamaba el poeta de Moguer. Porchia no aspira a tanto, porque es proverbial su escasa confianza en la posibilidad de alcanzar verdad alguna: Quien dice la verdad, casi no dice nada.
De entre las confidencias de amigos, familiares y conocidos, me ha llamado la atención el hecho de que, para todos, Porchia fuese siempre “don Antonio”, que tanto recuerda a otro Antonio inmortal, Machado, de quien también es proverbial su bonhomía y las preocupaciones filosóficas que inmortalizó en sus aforismos en verso, esos proverbios y  cantares con los que las voces tanta relación guardan. Y hasta sería un hermoso ejercicio crítico comparar ambos textos y ver la raíz común de muchos de ellos.
Porchia vivió en el barrio de Boca, en Buenos Aires, zona escogida por la inmigración italiana a la que pertenecía nuestro escritor, lo cual, visto desde ayá imprime tanto carácter al carácter propio como ser del Chamberí o del Lavapiés madrileños. De Porchia dicen que jamás cerraba con llave la puerta de su modesta casa, por ejemplo, lo cual nos habla de una vida de barrio en el que la degradación de las relaciones humanas y la aparición del miedo cerval al otro, al que se ve como una potencial amenaza, aún no ha aparecido. Cuando llegaron los malos tiempos se vio obligado a vender la casa y compró otra, aún más modesta en la calle Malaver (sin duda Mal haber…) del barrio Olivos, más al norte de La Boca. Al modo Kantiano, Porchia no fue hombre de viajes ni al que le interesara el conocimiento de otros lugares u otras gentes. Incluso rechazó, por un desdén no fingido hacia la posible importancia de su obra, e incluso de su persona –Quien se queda mucho consigo mismo, se envilece– un viaje a París que Roger Caillois le proponía como momento estelar de su consagración literaria: Las distancias no hicieron nada. Todo está aquí, le responde. De hecho, solo cuando Caillois difundió internacionalmente la obra de Porchia, se avinieron, en la prestigiosa revista SUR, a publicarle sin las correcciones infamantes que obligaron al vocero a retirar sus originales de la revista la primera vez que se los pidieron, por sugerencia también de Caillois durante la estancia de éste en Argentina.
El carácter de Porchia me recuerda, hasta cierto punto, al del protagonista de El hombre que no quería ser santo, de Edward Dmytryk, porque hay un paralelismo evidente entre la humildad de ambos: ni uno se cree ni por un momento que haya sido señalado por Dios, ni el otro se cree que haya sido señalado por Hermes, y ambos rechazan la importancia y trascendencia que les atribuyen los demás. De Porchia podríamos decir que cumple con creces el precepto quien no sabe saber, no sabe que incluyó Juan de Zabaleta en ese libro portentoso y de tan amenísima lectura que es Errores celebrados. Y Porchia supo saber con creces. De ahí, también la importancia de su discurso fragmentario pero trabado con una coherencia que atraviesa toda su breve e inmensa obra. El modo como entregaba sus voces, al hilo de cualquier conversación, sin ningún tipo de énfasis, como la muy célebre proferida con ocasión de una visita a una persona en un hospital: Estar en compañía no es estar con alguien, sino estar en alguien, nos permite comprobar fehacientemente la dimensión exacta de su humanidad.
Su obra no solo es hija directa de su experiencia, sino que él mismo considera que constituye una autobiografía: Mi libro Voces es casi una biografía. Que es casi de todos. El sentimiento de pertenencia a la comunidad, un suerte de inclusión no siempre deseada, es algo que debió nacer en él a raíz de su simpatía hacia el anarquismo en la juventud y hacia el socialismo en la madurez. De todos modos parece haber prendido en él un sentimiento individualista que se refleja en buena parte de sus voces: Tenemos un mundo para cada uno, pero no tenemos un mundo para todos. Esa conciencia de uniquidad, digámoslo así, se refleja fielmente en tantas y tantas voces en que parecen mostrarse los conflictos íntimos de su autor, los emocionales y los intelectuales, porque Antonio Porchia es un filósofo de lo trascendente, un metafísico. No es extraño que quienes lo conocieran dijeran de él que no era persona a la que le gustara contar anécdotas personales, sino ofrecer reflexiones de índole abstracta. Leer las voces de Porchia es como hacer un curso de filosofía que no aspire a la verdad común, sino a la verdad subjetiva de un ser singular que, sin embargo, en modo alguno se cree superior ni inferior al resto de sus congéneres. Se manifiestan en ellas concepciones que desafían lo establecido y que pretenden ser expresión de un ser concreto en un tiempo concreto, si bien todas sus voces van más allá de a anécdota, a la ardua busca de la categoría. El mundo referencial de sus voces no tiene un ámbito privilegiado ni se intuyen en él obsesiones que se conviertan en motivos recurrentes: siendo fruto de la inspiración, es habitual pasar de una  a otra temática, enriqueciendo todas ellas un discurso que dará que pensar a sus intelectores.
Su obra apareció, ya con el nombre de voces, en una publicación de izquierdas, La Fragua, el año 1938, y la primera edición de sus voces reunidas no vería la luz sino cuando Porchia tenía 58 años, en 1943, en una edición hecha por el movimiento cultural Impulso que, en defensa de las artes y las letras había formado con unos pintores amigos. De aquella primera edición de Voces se imprimieron 1000 ejemplares que, sin poder ser vendidos y por la necesidad de buscarles un lugar para que no estorbaran, fueron repartidos por la red de bibliotecas estatales, donde iniciaron su camino hacia el éxito a través de las peticiones de préstamo de los lectores y de la difusión que estos hacían de las voces, copiándolas y transmitiéndolas a conocidos y familiares. Se trata, pues, de un éxito de público muy parecido al que hoy en día se produce a través de la red de internet al margen de las grandes distribuidoras, sean de cine, de literatura, de arte o de música.
Como en otras ocasiones, ofrezco una selección según mi propio interés, en modo alguno representativa de nada más que mi soberano gusto. Lo que trataré es de poner en relación las voces con el carácter del autor, de manera que, al final, resulte una suerte de retrato caracterológico que nos permita hacernos una idea lo más aproximada posible a aquella manera de ser, tan suya y única, de Antonio Porchia:
“Mi madre me adoraba. Pero el bien me ha hecho un mal infinito. He sufrido mucho por ella. Por eso he escrito”:
 Otra vez no quisiera nada. Ni una madre.
Esta es una de esas voces que indican bien a las claras el altísimo grado de compromiso con la responsabilidad individual que honran la figura del escritor, lo cual no obsta para que reconozca, como muy bien dice, todo el mal que le hizo el  bien: renunciar a su propia vida.
Creo que son los males del alma, el alma. Porque el alma que se cura de sus males, muere.
Una cosa, hasta no ser toda, es ruido, y toda, es silencio.
Has venido a este mundo que no entiende nada sin palabras, casi sin palabras.
Porque sus voces son, para él, una especie de atrevimiento, de osadía, por la que incluso está dispuesto a disculparse. Lo justifica que no son hijas de las lecturas ni de influencias de ningún tipo, porque Porchia es el modelo clásico del escritor autodidacto que crea su propia tradición. Su particular manera de concebir las voces no tiene parangón ni en la literatura argentina ni en la mundial, de ahí su resistencia a que se le sume en la tradición de la aforística.
En plena luz no somos ni una sombra.
A veces, de noche, enciendo una luz, para no ver.
Este modo de composición paradójica, tan del gusto oriental, en la línea de lo mejor de la escuela zen, es sello singular de Porchia. Recuérdese el proverbio chino: El lugar más oscuro está justo debajo de la lámpara, por ejemplo.
Sí, me apartaré. Prefiero lamentarme de tu ausencia que de ti.
Qué te he dado, lo sé. Qué has recibido, no lo sé.
Hay siempre en Porchia una suerte de visión de la realidad que acentúa la imposibilidad de la comunicación y la visión de las relaciones humanas como una escisión irreparable.
Para no engañar, no me basta no engañar.
Quise alcanzar lo derecho por sendas derechas. Y así comencé a vivir equivocado.
Cuántos, cansados de mentir, se suicidan en cualquier verdad.
El escepticismo es, por decirlo así, marca de la casa en Porchia. Del mismo modo que no hay verdades absolutas, sí que hay una tendencia “de especie” hacia el autoengaño.
Si me olvidase de lo que no he sido, me olvidaría de mí.
A veces pienso en ganar altura, pero no escalando hombres.
Un corazón grande se llena con muy poco.
En efecto, porque en el corazón grande de quien es un carácter como Porchia cabe todo, y aun la más mínima porción de sentimiento es capaz de captar su atención y su preocupación. La bondad es un mal, según Porchia, porque es un sentimiento irresistible, para él.
He abandonado la indigente necesidad de vivir. Vivo sin ella.
Cuando no ando en las nubes, ando como perdido.
Esta característica de nefelibata, propia de Porchia, es un rasgo distintivo de su carácter en el que coinciden allegados y conocidos. Diríamos que las voces parecen llegarle al autor desde la Inopia, de Babia o desde la luna de Valencia, lugares muy concurridos por todo tipo de abstracciones como las que alimentan mayoritariamente las voces que oye el autor. Recuerdo que quienes oyen voces suelen ser etiquetados como locos, es decir, como seres marginales, de excepción. Ahora bien, Porchia es un loco sin tema fija que se fija en una generosa pluralidad de temas.
Saber morir cuesta la vida.
Lo que me digo, ¿quién lo dice? ¿A quién lo dice?
Todo es nada, pero después. Después de haberlo sufrido todo.
No perdonamos ser como somos.
Cuando tú y la verdad me hablan, no escucho a la verdad. Te escucho a ti.
Ahora el instante, luego lo eterno. El instante y lo eterno. Y sólo el instante es tiempo, porque lo eterno no es tiempo. Lo eterno es recuerdo del instante.
Nunca se puede no lastimar. Pero se puede lastimar menos, lastimando donde menos se lastima.
Comprendo que la mentira es engaño y la verdad no. Pero a mí me han engañado las dos.
He aquí una muestra clarividente de esa visión entrañada que tiene Porchia de la realidad, alejada de los axiomas lógicos y transgresora de lo comúnmente aceptado.
Tu calor fue tan breve que sólo pude sentirlo frío.
La bondad no es vida.
Dejo pasar el tiempo sin oponerle ninguna resistencia.
El amor nace de dos amores y muere en uno.
Reír de no reír, llorar de no llorar: ser de no ser.
El hombre, cuando dice “el hombre es así”, no dice “yo soy así”.
Todos pueden matarme, pero no todos pueden herirme.

Como en todo buen escéptico hay un poso de orgullo en Porchia que lo protege de la vulnerabilidad que se manifiesta en tantas y tantas voces donde, sin recato, exhibe su desamparo existencial, emocional. Halla en ese orgullo un seguro, un refugio donde recogerse en sí mismo aunque sea para advertir, como hemos leído antes, que la bondad no es vida, por ejemplo. La constante ambivalencia de sus voces, la oposición de sentimientos contrarios, la inclinación a rechazar lo dado, lo existente y la necesidad de afirmarse en la dimensión abstracta de la realidad configuran de algún modo los ejes fundamentales de la obra de Porchia, como se aprecia en la breve selección que he ofrecido. Estoy convencido de que serán pocos los intelectores que renuncien al disfrute de la obra completa del autor, gozo que, afortunadamente, se alargará en el tiempo, porque a las voces de Porchia se puede volver en el libro y, ¡sorpresa!, también en un CD incluido en la edición en el que pueden oírse algunas de ellas en la propia voz del autor, en la que aún se manifiestan ecos de su italiano materno que nunca olvidó y que  habló toda su vida con absoluta fluidez. Que lo disfruten.

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