jueves, 13 de marzo de 2014

Edición crítica de la Carta de Paracuellos: Un preámbulo tarahumara…




LA SAVIA FRESCA DE UNA VIEJA SÁTIRA ILUSTRADA: La Carta de Paracuellos*, de Tomás Antonio Sánchez, el primer editor del Mío Cid
(Edición crítica de Juan Poz)



                                         
                                                             
PREÁMBULO
                                                          El prólogo es el teatro de las venganzas
                                                                                 Tomás Antonio Sánchez

Quienes hayan tenido la oportunidad de ser jueces en un certamen literario habrán experimentado en no pocas ocasiones un abanico de reacciones que, con total seguridad, habrán ido de la depresión a la piedad, pasando por el desencanto, la ira, la perplejidad y un reducido etcétera en el que no habrán faltado ni la compasión ni el hastío. El desmesurado aumento social de la expresión escrita, sobre todo a partir del fenómeno de los blogs y de las redes sociales, porque los SMS tienen habitáculo en la criptografía, ha instalado en la conciencia de los usuarios de dichos medios de comunicación, buena parte de ellos hablantes y escribientes habituales del castellano, la infundada idea de que son “autores”, convicción desde la que se progresa fulminantemente, como un abracadabra, hacia la convicción de la gran pérdida que supone, para quienes lo ignoran, el hecho de no estar estos al cabo de cuantas pretensiones aquellos teclean sobre los sufridos archivos de Word.
Los concursos literarios son los primeros receptores de ese caudal de energía escribana que suele estar en relación directa con la ausencia de capacidad creativa e incluso de hábitos lectores, por no hablar ya de un inconcebible espíritu crítico o la inexcusable falta de higiene de la escritura normativa. Ni siquiera las Escuelas de Letras han conseguido deshacer el entuerto señalado, y, buscándose la vida como le es legítimo hacer a cualquier hijo de vecino, contribuyen a su propagación, alientan a sus aplicados estudiantes a que fatiguen la paciencia, solivianten el ánimo y suman en la desolación a los abnegados miembros de los jurados correspondientes, es decir, y a juzgar por el número de ellos que se convocan en la península, a un porcentaje de población nada despreciable.
Guiado por la benemérita intención de ayudar a tantísimos noveles como aspiran a fatigar las prensas de nuestro país, vínoseme a la mente proponerle al editor que se dejara la publicación de un opúsculo que se intitulara Lo que un novel, bajo ningún concepto (o por encima de ellos) debe escribir; Escilas y Caribdis que un novel deberá esquivar para convertirse en autor; Lo que cualquier aspirante a autor debe evitar; Errores, erratas y errados… o cómo convertirse en autor, o algo parecido; pero en el ínterin, mientras dedicaba mis esfuerzos investigadores a menesteres de más enjuta doctrina, tuve la fortuna de tropezar con la presente Carta de Paracuellos, de Tomás Antonio Sánchez.
La primera referencia a la obra de Sánchez con que me tropecé fue la del presbítero José María Sbarbi (1980) en su monumental Monografía sobre los refranes, adagios y proverbios castellanos y las obras o fragmentos que expresamente tratan de ellos en nuestra lengua, cuya primera edición es de 1891. Alli, Sbarbi dice de la Carta de Paracuellos: Bonito y no muy común libro, salpicado todo de tantos refranes como ironía. Al hablar del folleto que contiene la Defensa de D. Fernando Pérez, Sbarbi enmienda el error de atribución que había cometido, adjudicándosela a Tomás Iriarte, sin duda llevado por el conocimiento de la pública enemistad entre los Iriarte y Juan Pablo Forner. Pero en aquella ocasión esos títulos y autores no significaron nada para mí. Posteriormente, en el curso de esos esfuerzos investigadores ya mencionados tuve la ocasión de encontrarme escaneada la obra en cuestión, labor benemérita que nunca se podrá agradecer suficientemente. Entré en ella y…
Me bastó el título completo de la obra para espolear mi curiosidad, y leer completa la jugosa Advertencia preliminar, para sentirme interpelado muy directamente por la lúcida sorna cervantina de su autor. Me percaté, así que proseguí la lectura, de que con una antelación de dos siglos el eminente filólogo cántabro y agudo polemista se me había anticipado. Es evidente que difieren bastante la república literaria de entonces y la de ahora, y que acaso buena parte de los aspectos en los que se fija Tomás Antonio Sánchez de Uribe les sean ajenos a los Bartolos actuales, pero muchos otros les son, sin duda, de aplicación. De hecho, y a pesar de la distancia señalada, entra de lleno Sánchez de Uribe, por ejemplo, en el eterno problema del plagio, tan de actualidad, no sólo por los casos sonados de autores conocidos, como Echenique, Bucay, Racionero, Etxebarría, Cela et alii, sino por la concepción que algunos “finos” intelectuales, como el político extremeño Rodríguez Ibarra, tienen de la creación literaria como plagio constante y sonante; no muy lejana de quienes se amparan, para practicarlo, en la famosa intertextualidad, plaga a la que, por otro nombre, llaman los bachilleres de toda España, sin distinciones nacionales autonómicas, “recorta y pega”. 
Así mismo, nuestro autor, uno de los primeros en aplicar el método científico a las ediciones filológicas, pone de relieve la escasa preparación, el ínfimo nivel literario, y el deplorable manejo del idioma de quienes pretenden hacerse pasar por autores, y a cuyos émulos, hogaño, un inmisericorde Manuel García Viñó y su hija predilecta, la revista La fiera literaria, han arreado estacazos críticos de desigual solvencia pero uniforme acritud. Señala Tomás Antonio Sánchez una endeblez artística y creativa que los avezados lectores reconocerán de inmediato como el principal rasgo característico de un buen número de celebrados autores de nuestros días, en cuyas obras solo hallan virtudes quienes, usuales metrolectores, tienen como principios estéticos fundamentales “que se lee de un tirón”, “que no puedes dejar de leer” o “que no se te hace pesada, para nada”.
Hemos de fijarnos en la fecha de edición de la Carta de Paracuellos que hoy rescatamos del olvido, 1789, para darnos cuenta de que el Despotismo Ilustrado en España tiene los días contados, y de que la lucha entre las diferentes corrientes que nacieron en su seno se va a decantar hacia dos posturas enfrentadas: los afrancesados y los tradicionalistas. Los partidarios de la libertad y de los avances sociales nacidos de la Revolución Francesa, quienes prohijarán, en el inmediato futuro, la elaboración de la Constitución  de 1812, cuyo bicentenario celebramos hace poco; y los defensores de los valores tradicionales y de la monarquía absoluta que encarna, para ellos, la única soberanía nacional posible. Es importante la fecha, digo, porque estamos en las postrimerías de una época presidida por el afán polemista, una época en la que se han cruzado libelos, prácticamente todos contra todos, y que constituye el contexto preciso de la presente polémica entre Tomás Antonio Sánchez y Juan Pablo Forner, este último, como es bien sabido, el auténtico campeón de las polémicas en el siglo XVIII, pues no perdía ocasión de arremeter ya contra Iriarte, ya contra Trigueros, ya contra  García de la Huerta, ya contra el propio Tomás Antonio Sánchez, ya, en fin, contra monsieur Nicolás Masson de Morvilliers, por ejemplo, contra quien publicó en 1786 su muy famosa Oración apologética por la España y su mérito literario, como respuesta al artículo de aquél, publicado en la Nouvelle encyclopedie methodique, en el cual se preguntaba qué había hecho España por Europa durante los últimos seis siglos:  Que doit-on á l´Espagne? La Oración de Forner, paradigma de la corriente apologista, tuvo sin embargo sus detractores, como lo prueba la réplica publicada en cuatro entregas, del 30 de enero al 6 de febrero, en El correo de los ciegos, bajo el pseudónimo Josef Conchudo, atribuido ya a Iriarte ya a Antonio Capmany, sin que hasta la fecha se tenga evidencia definitiva en uno u otro sentido.
 Con todo, lo sorprendente, para el lector que se inicie en el conocimiento de ese siglo tan contradictorio a través de la presente polémica sobre la Carta de Paracuellos es, sin lugar a dudas, la sensación que le invade de que continuamente se está produciendo un gran equívoco, que buena parte de esas polémicas dieciochescas, algunas de ellas agrias, a pesar de su ingenio, son enfrentamientos de carácter personal antes que ideológico, y que, en el fondo, y con independencia de la posición ideológica de cada cual, no suelen, algunos fieros contendientes, poner en duda los valores de la Ilustración o la preeminencia de la nueva ciencia experimental, al menos hasta cierto punto. Otra cosa es el bando de los llamados “apologistas”, enemigos declarados de la Ilustración y de cuanto representa en término de avances de las libertades: de expresión, de religión, de pensamiento, de participación, de reunión, etc.
Las polémicas literarias, a veces rifirrafes sin cuartel, como los indisimulados odios que se profesaron buena parte de los grandes autores del XVII: Quevedo, Góngora, Lope, Cervantes, Juan Ruiz de Alarcón, Tirso de Molina, etc., dejan chico el enfrentamiento entre Sánchez y Forner, si bien ninguno de estos últimos, como hicieron sus predecesores, renuncia a la exhibición del ingenio para ridiculizar a su adversario. Desde nuestro anodino presente en el que el éxito literario está en función de los grupos mediáticos que dominan el mercado, cuya concepción de la literatura no va más allá del vergonzoso bestsellerismo y la hiperdifusión mediática de obras de escasísimo interés artístico, vemos con algo de envidia aquellos duelos de ingenio, porque ni rastro queda de ellos en nuestros días. Y quien hoy se atreve a discrepar, como lo hizo con cierta valentía y tono zumbohiriente Ignacio Echevarría, al desnudar las carencias estéticas y sentimentales de una novela de Bernardo Atxaga, se expone al ostracismo y a la pérdida de la tribuna desde la que se ha atrevido a tener criterio propio, como le sucedió a Echevarría, quien tuvo que dejar el suplemento Babelia de El País tras la ya célebre crítica. ¡Qué desperdiciada ocasión para que algún apologista de Atxaga, o incluso él mismo, si se hubiera visto con mejores recursos que apelar a la sombra al famoso primo, hubieran entablado una polémica que nos sacara del letargo en que los diferentes grupos mediáticos nos tienen sumidos con la retahíla de obras “imprescindibles” que publican semestralmente y que se vocean de todas las formas posibles para ganar cuota de incautos lectores que después, desengañados, dejan tales libros a la mitad para que, intactos, aparezcan en las librerías de ocasión.
Lo más parecido a aquellas añejas polémicas se ha vivido recientemente en el mundo del periodismo, si bien el hecho de que uno de los contendientes sea un novelista, nos permite acercar el ascua con la pata del gato. Me refiero a la dura polémica entablada entre Arcadi Espada y Javier Cercas acerca de los límites de lo real y lo inventado en la novelas de “formato” periodístico, si bien es cierto que no puede hablarse propiamente de cruce de artículos, aunque para quien sabe leer entre líneas tal cruce es un hecho, un fact, en modo alguno una fict. Otra cosa son los ataques personales, las descalificaciones y los insultos que tanto prodigan algunos autores que disponen de púlpito desde el que lanzarlos, anónima o descaradamente; pero esa práctica abominable poco o nada tiene que ver con la elegancia de las polémicas fundamentadas en la refutación ingeniosa de los argumentos del contrario, que es lo que podrá leer el lector en esta edición de la polémica sobre La carta de Paracuellos, y agradecerá el relativo savoir faire de los contendientes, y  el derroche de ingenio y mordacidad. Por otro lado, y aunque hablaremos de ello más adelante, el siglo XVIII es el del nacimiento de un periodismo de opinión en España que sustituirá, con sus limitaciones, la existencias de actores políticos que aparecerán, como tales, un siglo más tarde. Su acción, personalísima, está ligada a nombres como el de Cañuelo, el de Centeno, el de Nifo y, más adelante, el inmenso Larra, verdaderos paladines de las reformas sociales, económicas e intelectuales del país.
Aun siendo un siglo, el XVIII, que no ha recibido la atención popular que merece, e incluso me atrevería a decir que tampoco la crítica, por más que haya habido excelentes investigadores que nos han ayudado a comprender aquel siglo complejo, como Sarrailh, Hazard o Glendinning no sólo desde la óptica literaria, sino desde la histórica, la política y, sobre todo, la filosófica, lo cierto es que en él se dibujan con nitidez los rasgos definidores de esas dos Españas de una de las cuales había de ser guardado por Dios el corazón del españolito al que cantaba Machado para que no se lo rompiesen. Más allá de la pléyade de ilustrados que asumieron los ideales que alumbraron las Luces, y que creyeron que podrían cambiar el país con la sola fuerza de la razón, nunca dejaron de estar presentes las fuerzas retrógradas que, a la larga, acabarían imponiéndose y llevando al país a una miseria económica y moral de la que aún estamos, ¡en el siglo XXI!, intentando salir, ¡con la oposición de esas mismas fuerzas!, aún existentes y operantes socialmente.
En este país de paradojas, si no una gran paradoja de paradojas todo él, no deja de ser chocante que las fuerzas vivas del afán regeneracionista estuvieran acaudilladas por un benedictino, Fray Benito Jerónimo Feijoo, y contara entre sus filas con autores como el padre Isla, jesuita, autor de Fray Gerundio de Campazas, cuya segunda parte publicó en el exilio, tras haber sido expulsada de España la orden en 1767, y autor de algunos textos crítico-apologéticos de gran interés, alguno de ellos en defensa de Feijoo, por cierto; o el propio Tomás Antonio Sánchez, sacerdote, todos ellos de abierta mentalidad proclive a la aceptación de los avances científicos y a la necesidad de una revolución social que erradicara, por ejemplo, la superstición y el atraso secular de la sociedad española a través, fundamentalmente, de la educación, y que modificara estructuras de producción feudales, como lo proponía la reforma agraria ideada por Jovellanos, entre otras iniciativas.
En abierto contraste con el Barroco que le precede, el periodo ilustrado estará huérfano de una literatura que siquiera se aproxime a las cotas de calidad de la creada en siglos realmente prodigiosos para la literatura española como lo fueron el XVI y el XVII. En su lugar aparece una fiebre ensayística y una preocupación científica, histórica y social que, anticipándose a Costa, Mallada y otros regeneracionistas, pretendía sacar a España de su atraso, de la oscura noche de los tiempos a la que la reivindicación, al buñuelesco grito de “¡Vivan las caenas!”, del “deseado” Fernando VII –después protagonista de la “década ominosa”– condujo inexorablemente.
No es mucho lo que se sabe de la biografía de Tomás Antonio Sánchez porque encarna, como nadie, la figura del erudito, del sabio dedicado a su labor, comprometido con su tarea intelectual, a la que dedica todos sus esfuerzos; la de quien no se derrama en empresas que caen más allá de su específico campo de acción, de modo que no se resienta su dedicación a la creación del verdadero conocimiento de nuestra historia literaria y de nuestra historia general como país. Nació en Ruiseñada, un valle cántabro cercano a Comillas, el 14 de marzo de 1725, hijo de Adrián Sánchez y de María Antonia Fernández de la Cotera, datos que consiguió su paisano y crítico eminente, Marcelino Menéndez Pelayo. Ruiseñada, en la época de nuestro autor, recibía el apelativo de “montañas de Burgos”, porque en el orden administrativo eclesiástico Ruiseñada dependía de la capital castellana. Se ordenó sacerdote y fue magistral de la Colegiata de Santillana de Mar, puesto que dejó en 1761 cuando ganó plaza como escribiente en la Biblioteca Real, donde entró tras haber recibido una formación exquisita, que incluía el dominio del latín y sólidos conocimientos del hebreo, lo que le llevó a ocupar la cátedra de regencia de Artes en la universidad de Salamanca. En 1761 entró como escribiente de la Biblioteca Real, fundada por Felipe V a finales de 1711, si bien abrió sus puertas al público en marzo de 1712, con un salario de 7.500 reales; cantidad que doblo cuando ascendió a bibliotecario en 1768. Con 71 años, con 35 de trabajo, se le concedió lo que se denominaba “cédula de preeminencias” que lo eximía de asistir al puesto de trabajo y le dejaba todo el tiempo libre para dedicarse, junto con su amigo Juan Antonio Pellicer, a la corrección y ampliación de la Biblioteca Hispano Nova de Nicolás Antonio.
Antes de haber conseguido el puesto de escribiente, fue elegido miembro de la Academia de la Historia, el 24 de julio de 1757, lo que prueba ya la enorme reputación que le precedía. De hecho fue Director interino de dicha institución entre el 16 de mayo de 1794 y 30 de noviembre de 1795, y no se consolidó en el puesto, a pesar de sus méritos académicos, porque el duque de la Roca, D. Vicente María De Vera Ladrón de Guevara, marqués de Sofraga,  Grande de España y Mayordomo Mayor del Príncipe de Asturias, reclamó el puesto, y nada podía el sacerdocio y la fama erudita contra un grande de España. Tanta fue ésta, sin embargo, que el 3 de noviembre de 1763 fue elegido también Académico de la Lengua, corporación en la que se encargaría de las correspondencias latinas del diccionario, entre otras tareas, y en la que ocuparía el sillón G mayúscula.
 Desde 1779 hasta 1790 dedicó sus esfuerzos Tomás Antonio Sánchez a la edición de los cinco volúmenes de su Colección de Poesías castellanas anteriores al siglo XV, de los que solo vio publicados cuatro de ellos. El quinto, el dedicado al Rimado de Palacio del Canciller Ayala, se quedó sin ver la luz pública por no haber conseguido suscriptores suficientes para hacer frente a la edición, algo que no había pasado con los cuatro anteriores, los dedicados, respectivamente al Mío Cid (1779), a Berceo (1780), al Poema de Alexandre (1782) y a las Obras del Arcipreste de Hita (1790). La edición del excelentísimo poema épico castellano le deparó la fama y el reconocimiento, tanto nacional como internacional, aunque el viperino impugnador con quien contendió en esta polémica. Juan Pablo Forner, tildara de antiguallas aquellas obras que Sánchez supo editar con un rigor científico desconocido hasta entonces.
Falleció en Madrid el 12 de mayo de 1802, casi en vísperas de un levantamiento popular que iba a cambiar el destino del país para llevarlo por un camino, el del absolutismo tradicionalista, que en modo alguno se compadecía con sus esfuerzos ilustrados en pro de la regeneración de la nación, abriéndola, como sus admirados Feijoo e Isla, a la benéfica influencia de las nuevas corrientes del pensamiento filosófico y científico.
De Tomás Antonio Sánchez, además de su magnífica, de su excelente obra filológica, considerando sobre todo que la lleva a cabo con  precariedad de medios, con limitaciones metodológicas y con la obediencia debida a la doctrina de la Iglesia, propia de su condición de eclesiástico, nos queda la fina ironía de un polemista que no sólo se batió con Forner, sino con otros, como D. Pedro Estala o D. Joseph Berni; la expresividad socarrona de un hombre muy de su siglo, pero también muy del nuestro, porque buena parte de lo que él denuncia en su opúsculo, la Carta de Paracuellos, podría ser dicho en nuestros días de no pocos autores, no tanto noveles cuanto reconocidos, la endeblez artística de cuyas obras clama sin cesar por la aparición  de quien grite a pleno pulmón que los reyes y reinas del momento van desnudos…
Cierta imagen, aunque algo distorsionada, de su condición erudita podríamos leerla en el cuento de Clarín Un jornalero, en el que Leopoldo Alas defiende la importancia del trabajo intelectual por encima de la inmediatez de los acontecimientos históricos, como le ocurre al represaliado profesor Gil de El poder cambia de manos, de Czeslaw Milosz, del que nos habla Gimferrer en su Dietario (2002):

La novela de Milosz empieza, acaba y se desarrolla en torno de un vértice, de una escena central: un profesor que traduce a Tucídides en la Varsovia sovietizada. Es así como el tiempo del despotismo suele hallar al intelectual: traduciendo a Tucídides, o bien –como Pasternak, o como Josep Maria de Sagarra– traduciendo a Shakespeare, o quizá –como Carles Riba– traduciendo a Sófocles. O bien leyendo a Heródoto, como Ernst Jünger cuando, una mañana, recibe la innoble cédula de movilización del Tercer Reich. Débil como es, desueto (sic) como es, a menudo miope como es, el hombre de pensamiento tiene este reducto. De los papelotes antiguos puede extraer el sentido, la razón moral de la existencia.

Como prueba de su excelente sentido del humor, sin embargo, podemos referirnos al Loor de Don Gonzalo de Berceo que adjuntó a su edición de los libros del primer autor de nombre conocido de nuestra historia literaria intentado hacerlo pasar por una obra del tiempo del poeta sobre cuya autenticidad, desdoblado en riguroso crítico, le caben muy serias dudas, como ejemplifica con el incomprensible uso del adverbio estonce en dicho Loor. Para redondear la burla, Tomás Antonio Sánchez, que sabe que una de las imposibles y tópicas  ambiciones de los eruditos consiste en remedar un texto antiguo de tal manera que no se descubra el engaño –algo hoy en día casi imposible frente a las dataciones rigurosas del carbono 14–, alerta sobre la posibilidad de hallarnos ante un fraude: “Y por otra parte, ¿quién sabe si algún moderno bienintencionado, y no menos empapado en el estilo de don Gonzalo, tomó la honrada diversión  de remedarle, alabándole al mismo tiempo?” He aquí una muestra de esta imitación tan singular:
En el nomne de Dios que fiizo Cielo è tierra
Sin cuyo guionaje tod’el que fabla erra,
Quiero fer una prosa que noble gesta encierra
D’un trovador famado de Rioia la terra.
En un pueblo pequenno nomnado de Berceo,
Logar de la Rioia, que yaz chizo paseo
De Sant Millan de Suso, digolo sin rodeo,
Don Gonzalvo fo nado: esto yo bien lo creo.
Esto yo bien lo creo:dizlo en versos rimados
El misme Don Gonzalvo, que miso en sus deytados
Verdades bien fermosas, et dichos colorados:
Maguer que lo creades, non seredes blasmados.

El talante pulloso del personaje, acostumbrado a la soliviantada sociedad literaria de su tiempo, en permanente guerra de descalificaciones y amiga de la bandería, se aprecia perfectamente en su epistolario privado, recogido por Marcial Solana (1926) y del que entresacamos alguna muestra, como la referencia suavemente malévola a Pérez Bayer (1711-1794), filólogo y numismático, que era su superior en la Biblioteca Real y quien le había encargado la edición de la Biblioteca Nova Hispana de Nicolás Antonio, si bien su crítica venía precedida por el conocimiento que tuvo Tomás Antonio Sánchez de que Bayer había informado negativamente sobre él al conde de Floridablanca: Bayer no era filósofo, ni teólogo, ni jurisconsulto, ni matemático, ni médico, pero fue alquimista y llegó por medio de ella a tener más de 20.000 pesos de renta. Fue un buen latino y tuvo conocimiento de algunos alfabetos orientales, sin poseer ninguno de estos idiomas, y como en todo lo que escribía encajaba palabras exóticas con caracteres de garambaina, los zotes poderosos le tenían por un sabio enviado por Dios para asombro de los mortales de uno y otro sexo.
Conociendo, aun someramente, al personaje del cual editamos su magnífica Carta de Paracuellos, conviene que el lector tenga presente no sólo quién fue su adversario para valorar exactamente la dimensión de una polémica a las que sus autores dedicaron no poco esfuerzo, atendiendo a la extensión de sus opúsculos; sino también cuáles fueron los antecedentes inmediatos del “género”, porque estamos en un periodo, la segunda mitad del siglo XVIII, en que parece que los autores se relacionen entre ellos a golpe de libelo o de opúsculo, sea impugnador o apologético. La polémica, suscitado por la publicación del texto original de Tomás Antonio Sánchez, consistió en una  réplica reprobatoria de Forner y en una  contrarréplica apologética de Sánchez, tres textos que quisiera ver publicados en un solo volumen, pues en su época, la editora, viuda de Ibarra, si bien vendió  individualmente los tres textos publicados, no es menos cierto que, dado el interés suscitado, llegó a encuadernarlos juntos para venderlos, lo que dista mucho de publicarlos como partes de un solo volumen.
Lo primero que hemos de decir es que a la presente polémica no es ajena una publicación despiadada de Forner en la que, cinco años antes de la Carta de Paracuellos, destrozaba críticamente un poema de Cándido María Trigueros (1736-1798), compañero de Sánchez en la Academia de Buenas Letras de Sevilla y afín a ilustrados como Olavide y Jovellanos. Nos referimos al poema La riada, un “ladrillo” épico de casi 2000 versos, dedicado al conde de Floridablanca, en el que se describían los dramáticos efectos de la riada provocada por el desmadre del Guadalquivir y se proponían remedios técnicos de ingeniería para evitar futuras riadas. Forner se revistió de D. Antonio Varas y publicó un furibundo ataque contra el joven ilustrado. Ataque que debió de pesar en el ánimo de Tomás Antonio Sánchez cuando lanzó alguna de sus pullas a Forner en su Carta de Paracuellos.
Variadas fueron las polémicas de Forner, pero sobresale la que mantuvo con Iriarte tras publicar Forner La fábula original del asno erudito (1782) a la que contestó Iriarte con un folleto algo tibio titulado Para casos tales suelen tener los maestros oficiales: epístola crítico-parenética o exhortación patética que escribió don Eleuterio Geta al autor de las “Fábulas literarias” en vista del papel intitulado “El asno erudito”. (1782), travestido, como se advierte, en el nombre de Eleuterio Geta. Ello dio pie a que, finalmente, Forner escribiera su opúsculo Los gramáticos. Historia Chinesca (1782), una obra contra la que Iriarte tuvo que movilizar sus influencias cortesanas a fin de que se impidiera la impresión y difusión de la obra. Fue el propio José Moñino, conde de Floridablanca, quien expidió la orden de prohibición de la impresión del opúsculo de Forner, satisfaciendo los deseos de Iriarte y contrariando los del aguerrido e infatigable polemista tan suelto de lengua como agarrado a la fatuidad de su amor propio. La obra quedó inédita casi doscientos años, hasta que vio la luz, rescatada por José Jurado, en Espasa-Calpe, en 1970.
Polémica muy del gusto de los eruditos de la época, y que afecta de manera episódica a Tomás Antonio Sánchez, fue la que mantuvo el jesuita  Ignacio López de Ayala –que no le va a la zaga a Forner en carácter desafiante y polemista– contra la obra de los hermanos Rodríguez Mohedano, Rafael y Pedro, ambos frailes franciscanos, quienes, además de soportar los ataques de los eruditos que criticaron aspectos metodológicos de  su magna y ambiciosa obra, Historia Literaria de España, cuyo plan abarcaba desde la Antigüedad hasta su  presente del XVIII, si bien no pasó de  Séneca, el siglo I de nuestra era, tuvieron que soportar también la enemiga de sus propios compañeros de orden religiosa, quienes los denunciaron a la Inquisición, ya que caracterizaba a los franciscanos de entonces un oposición radical a las Luces. La obra, como casi todas entonces, había de pasar una censura previa para que fuera autorizada su impresión, tarea que recayó, para uno de sus tomos, en Tomás Antonio Sánchez, quien señaló, aunque sin acritud, los errores metodológicos que impedían que la Historia prosperase a un ritmo razonable. López de Ayala  fue menos piadoso, como se aprecia en la lectura de los tres opúsculos que publicó contra los Mohedano. En el primero de ellos se travistió de Gil Porras y Machuca para escribir una Carta crítica que fue contestada por un amigo y compañero de orden de los Mohedano, el especialista en lenguas semíticas Fray José Antonio Banqueri, que escogió el disfraz de Joseph Suárez de Toledo para su Defensa de la Historia Literaria de España y de los RR. PP. Mohedanos contra las injustas acusaciones del Bachiller Gil Porras Machuca, de 1783. No tardó Ayala en responder con sus Reflexiones críticas sobre el tomo octavo de la Historia Literaria, para lo que se disfrazó de D. Cosme Berruguete y Maza, opúsculo en el que defendió, por cierto a Tomás Antonio Sánchez de la acusación de “violeta” y “superficial” que le habían dirigido los Mohedano, recurriendo éstos a uno de los primeros textos que abren la época de literatura moral y satírica más densa de nuestra historia literaria, Los eruditos a la violeta, de José Cadalso, publicado once años antes, en 1772. Finalmente, Ayala se disfrazó del Doctor Fulgencio de Rajas i Peñalosa para rematar con su Carta misiva la crítica fundamental hecha a los Mohedano, la superfluidad, avalándola con el parecer de eruditos tan renombrados como Fray Enrique Flórez de Setién y Huidobro (1702-1773), uno de los pioneros del criticismo histórico; el jesuita Francisco Javier Lampillas (1731-1810), quien, tras la expulsión de la orden de España, polemizó en Italia sobre el verdadero valor de la literatura española, y el propio Tomás Antonio Sánchez a quien enmascara bajo el supuesto pseudónimo de Bachiller Burlada, pues en realidad empleó, en aquella ocasión de su polémica con el abogado valenciano Josep Berni, el de Pedro Fernández.
La historia de este pseudónimo, transformado para la Carta de Paracuellos en Fernando Pérez, merece una digresión obligada, pues, como se recoge en la nota correspondiente al texto de la Carta, su historia es larga en nuestra Literatura, y conviene conocer algo de ella. Pedro Fernández fue un pseudónimo utilizado por diversos autores desde tan pronto, al menos, como 1726, en que lo usó el padre Francisco Isla (1703-1781) para atacar al salmantino  D. Diego Torres de Villarrroel (1694-1770) en sus Glosas interlineales en defensa del Dr. Martínez y de la obra de Feijoo, donde se lee una expresión tan transgresora como divertida: “Se le daría indulgencia plenaria (…) solo con que dixese conmigo: ‘Padre nuestro que estás en Oviedo…”. Contestó Villarroel a esa ingeniosa descalificación del “astrólogo” con un folleto, Carta del ermitaño a su amigo el Gran Piscator de Salamanca, don Diego de Torres y Villarroel, sobre cuya circulación poco se sabe, pues fue  descubierto hace relativamente poco, en términos históricos, 23 años, en la Biblioteca de Bartolomé March y dado a conocer por Emilio Martínez en Archivum. Revista de la Facultad de Filología de la Universidad de Oviedo, en el número 37-38 del año 1987-1988. Con posterioridad,  será Antonio Capmany (1742-1813) quien lo use en su folleto intitulado Comentario sobre el Doctor Festivo y Maestro de los Eruditos a la Violeta, para desengaño de Españoles que leen poco y malo (1773), en que reflexiona no sólo sobre las opiniones del barón de  Montesquieu sobre España en la carta LXXVIII de sus Lettres Persanes (1721), donde éste señala, en honor a la verdad, rasgos de la idiosincrasia española que ya fueron criticados desde el Lazarillo; sino que manifiesta su discrepancia con la encendida apología española realizada por Cadalso en su folleto Defensa de la nación española contra la carta persiana LXVIII de Montesquieu (Notas a la carta persiana que escribió el presidente de Montesquieu en agravio de la religión, valor, ciencia y nobleza de los españoles) un manuscrito que corrió de mano en mano y que sólo fue publicado en 1970 por la Universidad de Toulouse. Discrepa Capmany, sin embargo, de la patriótica defensa apologética que hace Cadalso de España, defensa que no deja de contrastar, sorprendentemente, con el agudo espíritu crítico y reformista que se manifiesta en sus Cartas marruecas (1789), imitación tardía de las del francés. El siguiente usufructuario del pseudónimo sería nuestro Bachiller Fernando Pérez, quien lo usaría en la polémica con Josep Berni en su Carta familiar al Dr. D.Joseph Berni y Catalá, Abogado de los Reales Consejos, sobre la Disertación que escribió en defensa del Rey Don Pedro el Justiciero, publicada en la Gazeta de Madrid, el Martes 26 de mayo de 1778. Embiasela de Burlada, pueblo de Navarra, el Bachiller D. Pedro Fernández. En Madrid, por Don Antonio de Sancha. Después de Tomás Antonio Sánchez, hemos de esperar hasta el siglo XIX para que Ramón de Navarrete (1818-1897), el popular Asmodeo,  escritor y periodista de fama en su época, lo use para sus colaboraciones en casi todos los medios de entonces, desde La Gazeta hasta el Semanario Pintoresco Español, pasando por La Época o La Ilustración Española y Americana. Fue Navarrete, como periodista, un excelente ejemplar de cronista social y autor realista, de lo que hoy llamamos novela negra, y entonces simplemente de “sucesos” o “crímenes”, y quizás merecería una fama que sólo le ha sido esquiva en la implacable posteridad, que no mientras vivió, y de la que disfrutó intensamente. Cerca del siglo XX, un dramaturgo menor como Ceferino Falencia –cuyo nombre propio ya parece en sí un pseudónimo– lo usaría en 1896 para firmar una obra: El señor Tromboni, adaptada de un original alemán, estrenada en el Teatro Lara de Madrid el 24 de diciembre de 1896. Para el resto de la información concerniente a pseudónimo de tanta prosapia, remito a los lectores a la primera nota de la presente edición crítica.
Las polémicas literarias e ideológicas constituyeron, por así decirlo, el eje vertebrador de la actividad intelectual durante la segunda mitad del siglo XVIII,  y bien merecerían todas ellas que alguna editorial las recogiera y publicara periódicamente para cubrir, así, un vacío de nuestra historia literaria, pues pocos serán los que acudan a los archivos para interesarse por ellas, si bien la digitalización llevada a cabo por Google de tantos fondos bibliográficos universitarios ha puesto a nuestro alcance buen número de esas obras, con el consiguiente ahorro de tiempo para los investigadores y la facilidad para captar nuevos lectores.
Al margen de las referencias bibliográficas indicadas en la revisión diacrónica del uso del pseudónimo Pedro Fernández, no quiero dejar de señalar la importancia de una obra satírica en verso aparecida en 1742, en el volumen VII del Diario de los Literatos de España bajo el título Sátira contra los malos escritores de su tiempo, 99 tercetos más un cuarteto de impecable ironía parangonable, en cuanto a la actitud del autor, Jorge Pitillas, pseudónimo de José Gerardo de Hervás [algunos añaden “ y Cobo de la Torre” (? – 1742), a la del autor de la Carta de Paracuello, por más que el poema sea manifiesta imitación del Discours sur la satire, de Boileau. Véase el botón de preceptiva muestra de lo que puede considerarse el testamento literario de Hervás, puesto que falleció al poco de aparecer su poema, posteriormente  recogido en El Parnaso Español. Colección de poesías escogidas de los más célebres poetas castellanos, por Juan José López de Sedano (1768):
“Yo lo fío, copiante perdurable,/ que de agenos andrajos, mal zurcidos,/formas un libro engerto en porra ó sable;/y urgando en albañales corrompidos/de una y otra asquerosa Poliantea,/nos apestas el alma y los sentidos”.
De hecho, Forner acusó a Tomás Antonio Sánchez de haber plagiado no sólo a Isla, en su Gerundio, sino también a Hugo Herrera de Jaspedós, que es el pseudónimo anagramático de José Gerardo de Hervás, y con el que publicó dos memorables artículos críticos en el Diario de los Literatos contra D. Joaquín Casses, un epígono de Gongora que escribió nada menos que El rasgo ético, verídica epifonema y contra Pedro Nolasco de Ozejo, autor del  poema intitulado  El sol de los anacoretas, la luz de Egypto, el pasmo de la Tebaida, el assombro del mundo, el portento de la Gracia, la milagrosa vida de San Antonio Abad…, granjeándose por ello la enemiga del gremio de los apologistas al que pertenecía Forner con todos los méritos posibles
Las sátiras contra el estado de las letras en un momento concreto de la historia literaria de un país constituyen casi un subgénero dentro de la sociología literaria, dado su carácter doctrinal, paraliterario. Desde el Viaje del Parnaso (1618) de Cervantes, serán innumerables las ocasiones propicias para ejercer esa crítica, como la de Hervás. Dentro del subgénero han de entrar incontrovertiblemente Los eruditos a la violeta (1772), de Cadalso, si bien el verdadero blanco de dicha sátira es el sistema educativo; Los Literatos en  Cuaresma (1773) de Tomás de Iriarte; la Lección poética: Sátira contra las vicios introducidos en la poesía castellana (1782) y La Derrota de los pedantes(1789), ambas de Leandro Fernández de Moratín; obras todas ellas en las que se critica el  afrancesamiento léxico y sintáctico de las Letras españolas.
Este repaso de las manifestaciones satíricas de la segunda mitad del XVIII quedaría incompleto si no le dedicáramos unas líneas al fenómeno del periodismo, fundamentalmente el de opinión, de tan decisiva importancia para la conformación de lo que, no sin atrevimiento, podríamos llamar una incipiente “opinión pública”, dada la individualidad extrema de muchos de esos loables intentos periodísticos. Dejando al margen lo que podríamos considerar prensa diaria según el esquema de los Diarios de Avisos, como el creado por Francisco Mariano Nifo en 1758, que fue evolucionando, poco a poco, hacia el periódico tal y como ahora lo conocemos, algo que, en España, sólo se cumpliría muy a finales del XIX y principios del XX, con la aparición de diarios como El Imparcial, con su prestigioso suplemento literario, Los Lunes del Imparcial, La Vanguardia, ABC o El Sol; hemos de fijar nuestra atención en ciertas empresas intelectuales que habrían de tener una importancia decisiva por su capacidad de influencia en las élites y por su contribución a una tradición de carácter liberal que desembocará, en el plano jurídico, en la promulgación de la Constitución de 1812, la famosa “Pepa”.
Me refiero a obras como El Pensador, de Clavijo y Fajardo, que se publicó entre 1763 y 1767. Cada número aparecía como un pensamiento, y su importancia, además de la fama personal de su autor, a quien Goethe le dedicó una obra de teatro, basándose en el célebre asunto de la ruptura del compromiso matrimonial de Clavijo con una hermana de Beaumarchais. Obras como El Censor, sin duda la más importante de su época y la de carácter más abierto y liberal. Se trataba de una publicación creada por Luis María García Cañuelo –un nombre que habría de serles a los interesados por estos asuntos de las Letras, tan familiar como lo es el de Larra–  y Luis Marcelino Pereira, ambos abogados de los Reales Consejos. El Censor apareció entre 1781 y 1787, pero no de forma ininterrumpida, pues tuvo no pocos contratiempos con la justicia. El periódico estuvo abierto a muchos escritores ilustrados, como Jovellanos o Meléndez Valdés y se convirtió en el órgano refutador de  apologistas como Forner. Como ha escrito Elsa García Pandavenes (1972); “en lo político se nota en El Censor una aceptación casi calurosa del despotismo ilustrado tal como lo representa Carlos III y su corte (…) El Censor ve en Carlos III un rey ideal cuyas reformas traerían grandes progresos a España si la nación llegara a cooperar con esas reformas en vez de subvertirlas por medio de los jueces corrompidos, curas atrasados, un pueblo supersticioso, nobles inútiles, petimetres y señoritas coquetas que se preocupan más por lo que tienen encima de la cabeza que por lo que tienen dentro de ella, y por fin, si no fuera por los apologistas, esos superpatriotas que creían que ser fiel vasallo se reducía únicamente “a no atentar contra la vida del Soberano o a pasarse a los enemigos en tiempos de guerra, a no hablar en ciertos puntos contra las regalías y a evitar, por decirlo de una vez, lo que sea propia y rigurosamente un crimen de Estado”.
Clara muestra de la actitud de El Censor es el artículo en que se desmonta satíricamente la famosa Oración apologética de Forner desde el título, Oración apologética por el mérito de África y su mérito literario, hasta el final del artículo en el que se concluye que la orgullosa Europa cree que nada le debe a África. Cañuelo fue denunciado a la Inquisición, obligado a abjurar de levi, esto es, por causa leve, frente al abjurar de vehementi, por causa grave, y condenado al silencio, lo que, a no dudar, influiría lo suyo para que acabara sus días demente y renegando de su pasado ilustrado. Sucesor de El Censor, dos generaciones después, en el oasis de libertad que significó el trienio liberal, lo sería otro periódico de igual nombre, pero con apellidos que no desmienten, sin embargo, la fraternidad ideológica ilustrada de ambos: El Censor, Periódico político y literario, publicado por los afrancesados Alberto Lista, José Mamerto Hermosilla y Sebastián Miñano.
Parecido destino personal tendría fray Pedro Centeno, creador de El apologista universal (Obra periódica que manifestará no sólo la instrucción, exactitud y bellezas de los Autores cuitados que se dejan zurrar de los semicríticos modernos; sino también el interés y utilidad de algunas costumbres y establecimientos de moda), publicado entre 1786 y 1788 con unos planteamientos muy cercanos a los de El Censor y, si cabe, con una vehemencia satírica aún mayor, de lo que se derivaron  las dificultades que tuvo para proseguir su publicación más allá de los 16 números que publicó. Fue denunciado a la Inquisición por haber impugnado de arriba abajo el célebre catecismo de Ripalda y por, supuestamente, haber negado la existencia del limbo. Fue obligado a abjurar de vehementi y condenado a la pena de ostracismo en el convento de Arenas de San Pedro, si bien fue sufriendo traslados: Toro, Ciudad Rodrigo, Salamanca, etc., en un peregrinar que le privó de la salud a medida que aumentaban los malos tratos hacia el monje heterodoxo.
Menos personales, en el sentido de que obedecían a una empresa colectiva y a que menudeaban en sus páginas las firmas de los principales intelectuales de la época, hemos de considerar la existencia del Diario de los ciegos, después Diario de Madrid, donde Tomás Antonio Sánchez, por ejemplo, impugnó la desafortunada mixtificación histórica que usó el abogado Berni y también la falta de rigor filológico de Pedro Estala al acusar a Cervantes de plagiario; y donde Cadalso inició la publicación de sus Cartas marruecas, si bien la totalidad de ellas sólo comenzó a publicarse en 1789, siete años después de su muerte, y en 1793 en forma de libro.
Con estas herramientas básicas que le he ofrecido, creo que el lector sin prejuicios estará en condiciones de apreciar el justo valor de los textos que forman esta polémica entre Tomás Antonio Sánchez y Juan Pablo Forner; sabrá distinguir lo esencial de lo anecdótico, y, sobre todo, disfrutará de ellos de igual modo que lo hiciera, a buen seguro, cuando leyó las Cartas marruecas o La derrota de los pedantes, por no remontarnos al Viaje del parnaso cervantino o adelantarnos, desde aquellos lejanos años, a los más cercanos de  los artículos literarios de Larra, como Don Timoteo o el literato, firmado con su célebre alias, Fígaro, y aparecido en La Revista Española el 30 de julio de 1833.
Por cierto, este asunto de los pseudónimos como elemento sine qua non del género satírico, por más que algunos de ellos fueran en su día tan transparentes, como el Pablo Segarra, usado por Forner en su polémica con Iriarte para firmar el poema satírico El asno erudito, o el propio Paulo Ignocausto usado en su impugnación de la obra de Tomás Antonio Sánchez no es, ciertamente, un asunto menor, porque, en nuestros fríos días cibernéticos, ¿quién es alguien sin un Nick que, ocultándolo, lo convierte en alguien real, al otro lado de la pantalla? Si estuviesen prohibidos los pseudónimos, ¿qué porvenir tendrían ciertos foros o chats de internet?, ¿quién participaría en ciertos blogs? Son disfraces de hoy tejidos con la tela del cercano ayer de la segunda mitad del siglo XVIII, una época de Luces y de Sombras en la que puede cualquier persona internarse con la seguridad de que siempre hallará un opúsculo, un folleto o un libelo que leerá con tanta delectación como espero que lea estos tres que ofrezco al público lector para su solaz en estos tiempos convulsos.
Acaso algún lector eche de menos que en este preámbulo se analice pormenorizadamente la polémica Sánchez-Forner, pero el respeto hacia quienes, a mi juicio, no pueden malinterpretar textos tan transparentes como los que hoy editamos me lo impide. Del opúsculo que abre el cruce de hostilidades sí que he hecho un trabajo de anotación que da razón de cuantas alusiones pudieran, a más de dos siglos, resultar oscuras para quienes no tienen por qué estar al cabo de la calle de las referencias que los duelistas emplean, de algunas de las cuales, además, ni siquiera la más fervorosa investigación me ha deparado su sentido unívoco, si bien son impagables los felices momentos que me ha proporcionado la empresa escudriñadora. La réplica de Forner y la contrarréplica última de Sánchez se ofrecen como apéndices para que quienes hayan disfrutado con la Carta de Paracuellos, puedan alargar su placer lector. En los tres casos, como se dirá a continuación, ofrecemos una edición actualizada, de modo que la dificultad ortográfica y sintáctica no constituya un impedimento para que cualquier persona, sea su bagaje lector el que sea, pueda disfrutar de tan ameno e ingenioso cruce de argumentos y descalificaciones.

NUESTRA EDICIÓN
Hemos realizado la presente edición a partir del ejemplar conservado en la  Biblioteca de Catalunya, con la signatura 1001011527 Tus Res. 140-12º., correspondiente a la primera y única edición de la obra de Tomás Antonio Sánchez en 1789.  Existe una edición conjunta de los tres textos de la polémica, que apareció en 1790, pero que no significa una nueva edición, sino simplemente la encuadernación conjunta de los folletos aparecidos el año anterior.
Como ya hemos anticipado al final del preámbulo, hemos optado por modernizar el texto para evitar que ciertos usos extraños a nuestros hábitos lingüísticos actuales: ortográficos, gramaticales y léxicos, pudieran hacer desistir a alguien de su lectura; si bien la modernización se detiene cuando aparecen ciertos manifestaciones que permiten “datar” el texto y exhiben su inconfundible sello dieciochesco, de tal manera que los lectores no pierdan de vista la exacta ubicación cronológica de las tres obras que conforman esta olvidada polémica que, más de dos siglos después, nos plantea cuestiones muy vivas en nuestro presente cibernético.
La Real Academia Española fue fundada en 1714, pero hasta 1741 no aparece la Orthographía y hasta 1771 la Gramática, lo cual quiere decir que los avances normativos del castellano van introduciéndose poco a poco, y que aún habremos de esperar hasta 1815 para que  dicha norma sea prácticamente igual a la de nuestros días, como señaló Lapesa (1981): “En la octava edición de la Ortografía (1815) se consuma la modernización. La Academia preceptúa entonces c y no q en cuatro, cuanto, cual, etc.; fija el uso de i o y para la semivocal de aire, peine, ley, rey, muy; y reserva la x, como en latín, para el grupo culto /ks/  o [gs] (examen, exención), pero no como grafía de fonema  / χ /, función que es sustituida por la j (caja, queja, lejos)”.
Así pues, estamos en una época de cierta arbitrariedad ortográfica, como lo prueba la nota manuscrita que antecede a la Carta, escrita de  puño y letra por su colega en la Biblioteca Real, Juan Antonio Pellicer, algunos de cuyos usos, como el llamativo hayer o la ausencia casi total de la adecuada  acentuación, no dejan de chocar al lector actual.
A continuación iré pasando revista, siguiendo el orden de aparición en el texto, a los principales cambios que hemos hecho.
En primer lugar hemos cambiado por j  las x y g de paxarito, próximô, pasages, agena, lenguage, estrangeros, ginete, axuar, texas abaxo. Si bien sorprende el uso de  aconseja, de avejaruco y el de cojo, voz esta última que constituye la única errata recogida en la “Fe de erratas” con que se cierra la edición del opúsculo: Pág.67.lin.25.coyo: lee cojo. “Qué triunfo piensa lograr un escritor llamando a su antagonista cojo, o mediociego? Si es coyo, sobrado trabajo tiene sin que se lo llamen”, escribe Tomás Antonio Sánchez, poco antes de traer en defensa de su postura ética lo insufrible que le pareció a Cervantes que le motejaran de viejo.
También hemos mudado en c las qu del original en voces como quarto, quando, equestre, qualquier, antiqüada y aqueo.
Así mismo, hemos corregido un uso preceptivo en la Orthographía de 1741, la cual disponía, como nos recuerda Lapesa (1981), “que se marcara con circunflejo la vocal vecina a ch (châridad, mechánico) y a x (exâmen, exôrbitante) para indicar que estas consonantes habían de pronunciarse como /k/ y /ks/ o [gs] respectivamente (…) También preceptuó la diéresis tanto en güero, argüir, donde hoy subsiste, como en qüestión, eloqüencia, donde cesó en 1815 al imponerse c en lugar de q.” Modificamos, así pues: exâminarte, châchara [donde se cumple con la norma en la primera ocurrencia, pero no en la segunda, en la misma palabra], exîstencia, inconexâs, reflexîon, exôrcista, conexîon, exâmetro, exâminador, exôrbitancia o el casi inverosímil sexô; pero, sin embargo, hallamos dêxate y exoticos. En cuanto a la diéresis, corregimos usos como los de  eloqüentísimo, estrepïtosa, aqüende, trühanerías, antiqüada,
La acentuación apenas responde a la normativa actual, como apreciamos no sólo en las clásicas agudas, llanas y esdrújulas, de las que enseguida aportaremos ejemplos, sino también en la ausencia de diacríticos, como mas y más, conjunción y adverbio,  en la acentuación de preposiciones y conjunciones como  á, ó, ú, hácia, etc., y en la ausencia de tilde en preposiciones como segun, por ejemplo. O el caso singular de una acentuación con la tilde que indica vocal abierta, daràn. Pero vayamos por partes.
Agudas que no llevan tilde, en las que entran casi todas las categorías gramaticales: segun, nacion, tu, tambien, elevacion, interes, follon, ademas, perdon, refran, despues, conexîon, sazon, Frances, mastin,, etc.
Agudas que, en su calidad de monosílabos, no han de llevar tilde: ví, dió.
Llanas que, contra la norma, se acentúan: sublímes, hácia, estátua, miéntras, apénas, ántes, volúmen, entónces, ménos.
Llanas que no llevan tilde cuando debieran, como facil, Perez, volatil.
Esdrújulas inacentuadas: comunmente, averiguenlo, estorvarselo, heroe, aqueo, fetido, fisica, titulos, en concurrencia con otros ejemplos en que se sigue la norma actual:   Retóricas, Geógrafos, oygámoselo, murciégalos [que actualizo en murciélagos, aun a pesar de que la forma recogida en la Carta está más cerca de su origen etimológico: mur cecus, ‘mur ciego’], eloqüentísimo. Caso extraño es el de cabálleria, sin duda; tanto que induce a pensar que se ha incurrido en una errata.   
Diptongos que se mantienen, sin la tilde que los rompa según la entonación tradicional de las voces en que aparecen: decia, dia, ortografia, vacios, mias, debían, serian, frio, sabia,  mia, haria, raiz, hacia, leido, acudia o prohiba; aunque concurren con otros ejemplos en que sí se sigue la norma actual: sabiduría, energía, jerarquía.  
La vacilación b/v: bandoleros, silvar, vulto, estorvarselo, avejaruco, vizgos (por ‘bizcos’), escarve, valde, ubas, avuelos, Bocabulario, cascavel, alcovas.
La vacilación g/j: pasages, lenguage, estrangeros, agenas, ginete, peregil, dige. Caso particular en este apartado es el de ingirieses, pues, fonéticamente, es forma de dos verbos, ingerir e injerir, con significados muy distintos.
        Presencia y ausencia de la hache: ¡ola!, aí, ¡o! [interjección], exâmetro, ojuelas [de ‘hojas’].
        La vacilación z/c: zelosos.
        El uso de y por i, en la semivocal [al decir de Quilis, 1973] de los diptongos decrecientes: zoylos, reyna, pleyto, afeytan, heroyca, caygas, peynar, oygamóselo, deleyte, fraile, paysano.
        La vacilación s/x: escusado.
        Uso o ausencia de las preposiciones: conviene á saber, pues á este modo, ni quiero renunciar la parte de gloria que me resultan, quando un personaje viaja incógnito.
        Disimilación r/l: celebro.
        He actualizado el uso de los signos de interrogación (unas veces aparecían dos y en otras ocasiones sólo uno) y he recuperado la acentuación para los pronombres y adverbios interrogativos, en estructura directa o indirecta: quién, cómo, cuándo, etc.
        He actualizado el uso aparentemente caprichoso de mayúsculas que aparece en el texto: Pelagiano, Castellano, Luterano, Abogados, Médicos, Argelinos, Geógrafos, Universidad, Reyno, Francés, Massones [italianismo que actualizo con minúscula y una sola ese], Kalendario, Alcarreño, Maragato, Maestro General, Difinidor [que actualizo como definidor. Se trata del único caso de vacilación vocálica e/i en toda la Carta], Calificador.
        He restituido el grupo culto consonántico en setentrional y la n en emendo: ‘enmendó’
        He respetado algunos usos que, como ya anticipé, permiten “datar” el texto, como: altercaciones, metamorfosando [las cursivas de la cual bien pudiera indicar que Tomás Antonio Sánchez se burla de su uso indebido]; lagañoso; forcejando [palabra de origen catalán que muy probablemente se pronunciase no con la velar /x/, sino con la linguopalatal lateral /λ/]; el italianismo discretivo, que vale ‘discernidor’; como soy Fernando, en vez de ‘como me llamo Fernando’, y el uso arcaizante del relativo: en el cual título no solo campea la gracia del retruécano… Con todo, sí he corregido quanto mas escribo, mas me ocurre por ‘más se me ocurre’ para evitar la ambigüedad.
        He unido en una sola palabra las apariciones de turba multabanca rota, y no he actualizado usos adverbiales como atendido en globo, por ‘globalmente’, todo ello, como ya he indicado, para mantener el espíritu de época que le confieren al texto tales expresiones.
        En el capítulo de la puntuación sí que he tenido que variar muchos de los usos que, siendo frecuentísimos en la Carta, desconcertarían al lector actual. Me refiero al uso de los dos puntos en lugar de la coma y del punto y coma; a la ausencia de comas para los vocativos; al uso del punto y coma en lugar de coma; el uso inadecuado de la coma separando sujeto y verbo (“los que noten la falta de plan, serán los menos y los más despreciables”); la ausencia de coma tras un complemento circunstancial anticipado al sujeto (los años pasados el Consejo de Castilla mandó a las Universidades del Reyno…); el uso de la coma ante el relativo especificativo (acerca de la semejanza, que debe tener la cosa propia con la impropia); etc.
Con todo, la labor de actualización de los textos ha querido ser muy respetuosa y, siempre que no indujese a confusión, he preferido mantener el original tal y como fue publicado en 1789.
El original de Tomás Antonio Sánchez se presenta como un texto “anotado”, y ello se llevaba a cabo mediante un método muy diferente del actual nuestro que suele emplear marcadores numéricos mediante el preceptivo número volado. El uso de la época consistía en marcar las notas mediante un asterisco entre paréntesis, (*),  al lado de la palabra, marcador  que dirigía al lector al pie de la página. Se añadían tantos asteriscos como palabras los requiriesen en la misma página. En nuestra edición hemos cambiado el sistema de asteriscos por el sistema numérico. Las  notas de la presente edición crítica las hemos marcado con números romanos y, para no complicar la lectura, las hemos enviado a final de texto. Cuando la nota de la edición crítica lo era a una nota a pie de página de Sánchez, no al texto de la obra, las hemos marcado con asterisco, las hemos identificado con el número de la nota de Sánchez y las hemos colocado a continuación de la nota en números romanos que la precede en la edición.
Finalmente, hemos transcrito fidedignamente la nota manuscrita que sigue al título y gracias a la cual Juan Antonio Pellicer identifica a Fernando Pérez como autor del opúsculo, si bien en los ambientes intelectuales de la época debió de ser ampliamente conocida la personalidad que se escondía tras el pseudónimo, como se deduce de la prontitud con que Forner lo identificó para dirigirle sus pullas.
El mismo procedimiento de actualización se ha seguido en los dos apéndices que complementan la edición crítica del texto de Tomás Antonio Sánchez.
                   

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