viernes, 31 de enero de 2014

El Satiricón de Petronio o la libertad narrativa.



El Satiricón: El gran banquete mágico del realismo. (Edición de Carmen Codoñer y traducción de Lisardo Rubio Fernández)

                  Pertenece el Satiricón de Petronio a esos libros extraños, ajenos al canon, heterodoxos y, sobre todo, frutos de espíritus libres y  plumas libérrimas. Si además nos llega desde la Antigüedad incompleto, en fragmentos que impiden una reconstrucción fidedigna de cómo pudo ser el original, se entiende el multiplicado interés que ha despertado en lectores de todas las épocas posteriores, porque, a juzgar por los restos, la totalidad de la obra debió de ser una maravilla, una suerte de crónica de la cotidianeidad que no dejaba parcela del vivir sin tratar, crudamente además, como nos lo muestran maravillosos fragmentos que tenemos la oportunidad de leer con sorprendida admiración, como veremos más adelante.
La literatura está llena de libros inclasificables que se apartan de los géneros establecidos y que representan una suerte de contraliteratura que, al modo de la contracultura beatnik de los años 50 del siglo pasado -¡tan felizmente analizada por Theodore Roszak en un prodigioso ensayo, lleno de luminosos insights y desde el que se popularizó el concepto de contracultura, precisamente!–, pone en tela de juicio lo establecido y busca nuevos modos de expresión. Se trata, en definitiva, de libros con un fuerte espíritu transgresor, como lo tuvieron, en su momento, el Libro de Buen Amor, La Celestina, La Lozana Andaluza y tantos otros. De Petronio, que parece un antepasado directo del Jep Gambardella de La gran belleza –extraordinaria película que recomiendo fervorosamente a los amantes del buen cine, el único digno de ser visto–, ni siquiera existe una biografía indiscutible, si bien tiende a identificársele con el Petronio que aparece en los Anales de Tácito y del que Joseph Scaliger –como nos recuerda Carmen Codoñer en su documentado prólogo a la obra– dijo que como procónsul de Bitinia y luego como cónsul se reveló hombre de carácter y a la altura de sus obligaciones, a pesar de la fama de hombre refinado y vividor de que gozaba en su tiempo, más dado a los placeres del cuerpo que a ejercer esas obligaciones propias de su clase social.
Lo que es seguro es la condición de auténtica novela del texto de Petronio, un género no excesivamente cultivado en la cultura latina y cuyo máximo ejemplo es El asno de oro, de Apuleyo, que me pareció, hace unos 10 años, la novela más moderna que había leído hasta entonces, después del Tristram Shandy de Sterne, que siempre se ha llevado la palma, la palmera y los dátiles de mi admiración, una novela que sólo volveré a leer cuando, pasados los 100 no me importe volver a fumar en pipa para poder “ponerme en situación”, en la situación que exige el contexto de la trama…
En la medida en que fue novela, ha de señalarse que la libertad de composición de la misma es tan poderosa que, al hilo de las aventuras de Encolpio y su jovencísimo amante Gitón, cuya fidelidad tanto le cuesta retener, que les llevan a verse envueltos en las más variadas situaciones, Petronio nos ofrece no sólo un retrato de ciertas costumbres populares, sino también una ética, una filosofía de la vida y un repaso de algunos aspectos culturales controvertidos, como el papel de la retórica en sus días. Es evidente, sin embargo, que el fuerte contenido erótico de muchas de las escenas que se han conservado marca al libro como un ejemplo de la variada, intensa y extensa vida erótica romana.
Lo más famoso del libro de Petronio, que ha quedado como documento de las famosas “bacanales”, es  el capítulo llamado La cena de Trimalción, un auténtico tour de forcé gastronómico que nos trae a la memoria La grande bouffe, de Ferreri o El festín de Babette, de Axel, puesto que la recreación del mismo está planteada  casi desde un punto de vista documental, a juzgar por la minuciosa descripción de cada uno de los innumerables platos que les son servidos a los asistentes, con una ornamentación barroca, llena de simbolismos, como en este caso:  Era una bandeja circular y tenía representados a su alrededor los doce signos del zodíaco; sobre cada uno de ellos, el artista había colocado el especial y adecuado manjar: sobre Aries, garbanzos, cuya forma recuerda la testuz del borrego; sobre Tauro, carne de ternera; sobre Gémini, testículos y riñones; sobre Cáncer, una diadema [nuestro pejesapo]; sobre el León, un higo chumbo; sobre Virgo, la ubre de una cerda que no había criado; sobre la Libra, una balanza que de un lado tenía una torta y del otro una tarta; sobre Escorpión, un pescadito de mar; sobre Sagitario, una liebre; sobre Capricornio, una langosta; sobre Acuario, una oca; sobre Piscis, dos barbos. Fíjese el lector que el texto no nos habla del “cocinero”, sino del “artista”, lo cual es prueba evidente del sutil refinamiento gastronómico al que se llegó en aquella época. No obstante lo anterior, Petronio no ignora ciertos usos adecuados de los alimentos, como el consumo del trigo integral con su poderosa acción laxante: Pan casero de harina integral, que, para mí, es mejor que el blanco; pues me da vigor y, cuando ha de hacer cierta cosa muy personal, la hago sin lágrimas. Zodiaco, por cierto, antes de que abandonemos este capítulo, y ya que estamos en ello, al que recurre Petronio para hacer una clasificación de los oficios tan anecdótica como curiosa de leer: Aries (…) bajo este signo nacen la mayoría de los pedantes y peleones. (…) En Gémini (…) los que comen a dos carrillos. (…) Bajo el signo del León nacen los zampones y los mandones. Virgo es el signo de las mujeres, de los esclavos fugitivos y de los que arrastran grilletes. La Balanza, el de los carniceros, de los perfumistas y de cuantos venden a peso. El Escorpión, el de los envenenadores y asesinos. Sagitario, el de los bizcos, que echan el ojo a las legumbres pero cogen el tocino. Capricornio el de los desgraciados, a quienes les salen cuernos de tanto sufrir. Acuario, el de los cantineros y los alcornoques. Piscis, el de los cocineros y retóricos.
Como la narración se articula, básicamente, en torno a los sucesos galantes de un par de personajes que entran y salen, por decirlo así, en constantes situaciones comprometidas, la presencia de todo lo referente a las costumbres sexuales de aquella época llamará poderosamente, sin duda, la atención del lector, puesto que gracias a ese inventario de usos y recursos, expuestos con una llaneza desenfadada que aun hoy le parecería atrevidísima a públicos tan puritanos como el anglosajón -¡y no digamos el del mundo árabe!-, podemos levantar acta de un modo de vivir el erotismo en el que la naturalidad es la nota dominante. Son variadísimas las situaciones y las costumbres que aparecen en la obra, desde una confesión como ésta: Para que me saliera antes la barba, me frotaba los labios con el hollín de la lámpara. No obstante, hice durante catorce años las delicias de mi amo: no hay nada de vergonzoso en dar gusto al amo. Por otra parte, daba satisfacción también a la señora. Ya sabéis lo que quiero decir. Me callo, pues no soy de esos vanidosos…, hasta la constatación de una “tendencia” erótica de las clases altas que tiene, como se advertirá, raíces lejanas: Hay mujeres que vibran por la crápula y no se apasionan sino al ver esclavos u ordenanzas con la túnica arremangada. Algunas se enamoran de un gladiador o de un mulero todo polvoriento, o de un histrión que se exhibe en el escenario. Mi señora pertenece a esa categoría: de la orquesta, salta por encima de las catorce graderías siguientes y va a las últimas filas de la plebe en busca de su amor. En oportuna nota textual se nos informa de que la ley Roscia (67 a.C.) reservaba la orquesta a los senadores y las catorce filas siguientes a los caballeros. Detrás venía la plebe. En lo que yo quiero hacer hincapié, sin embargo, es en una suerte de breve diálogo que se anticipa algunos años… al Marquis, de Topor y Chonneux, y en el que el personaje se dirige a su pene en estos términos:
“Sólo me quedaba, pues, un recurso para salvar mi honor: el de fingir una indisposición. Me hundí, pues, en la cama y concentré todo el fuego de mi rabia contra la causa de todas mis desgracias:
Tres veces eché mano a la terrible segur de doble filo, tres veces me sentí de pronto más lacio que el tallo de una col y me asustó el hierro inservible en mi mano temblorosa. Ya no estaba a mi alcance lo que momentos antes ansiaba ejecutar. Pues el miedo, más frío que el hielo invernal, había llevado al culpable a refugiarse en mis entrañas arropado en mil repliegues. Imposible, pues, descubrirle la cabeza para el suplicio. Burlado así por el susto mortal del maldito delincuente, hube de acudir a las palabras que más podían herirle.
Incorporado, pues, sobre mi codo, lancé contra el terco recalcitrante una invectiva como ésta: “Qué me dices, oprobio de los dioses y los hombres? Pues ni es lícito pronunciar tu nombre entre las cosas serias. ¿Merecía de ti este trato? ¿Merecía que después de verme ya en el cielo, me precipitaras en el infierno?, ¿Qué traicionaras mis años en la primera flor de la pujanza y cargaras sobre mí el agotamiento de la más avanzada decrepitud? Un favor te pido: extiéndeme mi certificado de defunción”
Cuando mi cólera se hubo explayado en estos términos,
Mi inculpado me daba la espalda con los ojos fijos en el suelo, más impasible a mis palabras que el flexible sauce o el flácido tallo de la amapola.
Sin embargo, concluida ya mi innoble amonestación, empecé a lamentar mis palabras y a sentirme interiormente avergonzado, ya que, olvidando mi propia dignidad, había dirigido la palabra a aquella parte de mi cuerpo que las personas de cierto decoro hasta pretenden ignorar”. Petronio es muy consciente de estar transgrediendo un tácito acuerdo de silenciar, en la literatura, la expresión de la sexualidad, por eso no puede por menos de reivindicar su obra dentro de ella: ¿Por qué, Catones, me miráis con el ceño fruncido y condenáis mi obra de una franqueza sin precedentes? Aquí sonríe, sin mezcla de tristeza, la gracia de un estilo limpio, y mi lengua describe sin rodeos el diario vivir de la gente. Pues, ¿quién ignora el amor y las alegrías de Venus? ¿Quién prohíbe a nuestros sentidos inflamarse al calor de la cama? Hasta el sabio Epicuro, es decir, el padre de la verdad, lo ha recomendado positivamente en su doctrina y ha dicho que la vida no tenía otra finalidad.
Más allá, sin embargo, de esos dos aspectos capitales de la obra, El Satiricón incluye también abundantes reflexiones de índole ética, política y estética que nos revelan la existencia de un sólido autor, Petronio, que leía a la perfección un estado social de las cosas que llevaba en su seno la decadencia que no tardaría en manifestarse y que le llevaría al colapso y la desaparición. Son frecuentes en la novela reflexiones y expansiones sinceras del ánimo del autor, como ésta de carácter existencial: Andamos por el mundo como los globos hinchados. Somos menos que las moscas; ellas, al menos, tienen cierto poder; pero nosotros no somos más que burbujas. Esta otra, de carácter social:  Estáis charlando de lo que nada importa al cielo ni a la tierra y, entretanto, nadie se preocupa de lo que escuece la carestía de la vida. Ésta, de naturaleza pedagógica y de tanta actualidad en los nefastos tiempos de ni-nis que vivimos: La cultura es un tesoro, un talento nunca se muere de hambre.
Finalmente, como no podía ser de otra manera, el talante conceptual de Petronio, su gusto por la agudeza, halla magnífico cauce en el acogedor género de la aforística, practicado en la educación romana desde la primera escuela; de ahí los muchos ejemplos que nos regala el texto y del que selecciono los siguientes:
 Uno va lejos cuando huye de los suyos.
 Nunca se acierta cuando uno se fía demasiado pronto.
No hay que poner demasiada confianza en los propios proyectos, pues también la Fortuna tiene sus designios.
Valen más ingles que ingenio.
 La audacia que nada tiene, nada teme.

Dejo para el postfinal la mención de un cuento intercalado, probablemente de ajena inspiración, de tema licántropo, porque el autor recoge materiales ajenos que añade a su narración con total libertad, que puede ser, hasta donde mis lecturas llegan, una de las primeras historias de hombres-lobo. El cuento aparece completo y tiene un vigor narrativo de primer orden, como lo tuvo y tiene, cinematográfico, muchos años después, El bosque del lobo, de Olea.

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