sábado, 16 de noviembre de 2013

Sobre el fracaso, y el éxito...

El fracaso y  nosotros.

Es extraña la relación con el fracaso -que viene del lejano frangere, romperse algo; de igual modo que viene de dicha voz latina sufragio, por los golpes de las espadas contra los escudos para elegir a los antiguos caudillos-, porque no hay dos fracasos iguales y, por lo tanto, en ausencia de idónea vara de medir, resulta casi imposible valorarlos sin excederse o quedarse corto. Está uno tentado de decir que, cuando se ha experimentado el fracaso personalmente, no hay nada tan íntimo como él, ni tan incomunicable, porque no afecta tanto a la posible obra fallida cuanto a nosotros fallando, algo que puede volvérsenos insoportable. 
Lo cierto es que el fracaso no deja indiferente. Y lo paradójico, que hay que saber fracasar, lo que no es lo mismo que saberse fracasado, desde luego. Son juegos de palabras, sí, pero encubren heridas profundas y sin cicatrización posible; aunque también es profundo el gozo de sentirse vivo  que nos permite  la herida abierta, en carne viva; ser la uña que se separa de la carne del Cantar del Cid. Lo doloroso del fracaso es, también,  pero solo hasta cierto punto, la incomprensión de algunos de los demás, casi más que nuestra impotencia deseada frente a él.
Podemos hablar  del fracaso como de nuestros otros yoes, pero los fracasados sabemos que el fracaso es el usurpador del único yo en el que quisiéramos  reconocernos. No se fracasa de una vez, sino por partes de un todo imposible. No se trata, sin embargo, de pequeños fracasos que se van sumando como una lista de agravios que poder presentar ante una instancia todopoderosa, dígase dios, dígase el gobierno central, dígase el Tribunal de La Haya, dígase el mismo de uno mismo…
La conciencia del fracaso es determinante, incluso más que el propio hecho del fracaso, que el acto de fracasar, que puede acabar no revistiendo ninguna importancia. Entran en juego las expectativas, ese modesto pseudónimo plural de la esperanza, y también la visión distorsionada, sin llegar a esperpéntica, ¡o si!, de nuestros méritos. El fracasado es un lince para detectar en sí ese estado de derrota y melancolía, de devastación moral y de depresión física que no lo conduce a ningún muro de las lamentaciones, sino al exquisito suplicio de la conmiseración morbosa, si se siente con algo de fuerzas para ello, porque el fracaso pesa, físicamente. Todos los fracasados andamos algo cargados de espalda, y algunos jorobean, ¡y aun jorobamos…!, sin caer en el exhibicionismo.
Ni que decir tengo que cuando se convive con tres heterónimos –mal, en una persona tan cerrada, tan estrecha, con tantos humos y con escasas vistas al exterior- se fracasa entonces a lo funcionario, esto es, por triplicado. Y las obras del fracaso se van almacenando en los cajones como paradójicos cadáveres  vivos que añoran el olor de las multitudes, que no el loor…

El fracaso, aunque a alguien le cueste aceptarlo, no digamos ya creerlo,  no es el reverso del éxito, su antónimo. El fracaso tiene entidad propia y aun hay quienes lo persiguen con una intensidad que admiraría a quienes buscan, atolondrados locuelos, el espejismo del éxito. El éxito es evanescente, y el fracaso residente; pues mientras el éxito está hecho de humo, el fracaso es de pórfido: ambos, sin embargo, comparten el efecto devastador, pero mientras en el primero  el sujeto casi es ajeno a lo que sucede, en el segundo es protagonista indiscutido. Cultivar el fracaso es alegre pasión consciente; desear el éxito es un enajenado desvivirse cotidiano. No todos están llamados al fracaso, pero casi todos se creen llamados al éxito. Allá ellos. Acá nosotros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario