viernes, 4 de octubre de 2013

El Anticristo, de Joseph Roth.


Joseph Roth en sus postrimerías: El Anticristo o la alegoría cansada del santo bebedor.

Habrá lectores que piensen que el título de este blog no responde a la realidad, que un diario poco o nada tiene que ver con las quizás ya excesivas recensiones de lecturas que dominan en éste, pero se equivocan. Si en un diario se  refleja la vida íntima de quien lo lleva, ¿cómo no dejar constancia crítica entusiasta, tibia o decepcionada de lo que tanto significan en la vida íntima de este Artista Desencajado sus lecturas, por amor a las cuales se ha considerado siempre un intelector, y jamás un intelectual?  Es evidente que la especialización de las palabras casi obliga a reservar “diario” para la vida íntima y fuerza a usar “dietario” para la transcripción del mundo intelector de quien quiere compartir con los demás los frutos de sus desvelos, pero esa escisión siempre me ha parecido artificial y, de hecho, buen número de dietaristas acaba endilgándole al lector highlights de su biografía, vengan o no a cuento. Quien lee como respira es justo que haga un esfuerzo para comunicar a la comunidad de lectores interesados en estas cosas su experiencia vital. No ignoro lo pesado que puede llegar a ser que nos hablen, con mayor o menor gracia, de obras a las que no nos hemos acercado nunca o de obras que ya tenemos en la región hipotalámica  del olvido, pero no se aparta de mí el recuerdo reconfortante de las amistades cuyas sugerencias lectoras y críticas volanderas tanto contribuyeron a mi siempre defectuosa información y formación. A veces la lectura es un discreto suicidio o apartamiento del flujo vital en el que se ha de convivir con tantísima necedad que, querámoslo o no, nos acaba salpicando; y otras un muro tras el que nos ocultamos para que no nos confundan. La creación de heterónimos puede parecer otra manera de protección, pero puedo asegurar, con inequívoco conocimiento de causa, que no es sino fuente de íntimos conflictos de difícil solución, sobre todo si estos están presididos por el sentido del humor más negro imaginable.
Hallé este “libro” de Roth , una de esas creaciones antigenéricas que desafían la clasificación decimal, en una librería anarquista, sin que de su edición me hubiera llegado noticia por fuente alguna, aunque soy poco amigo de las novedades y sí de las vejedades que adquieren pátina de ácaros en las librerías de viejo, seminuevo y nuevo, que de todo ello parece que estén obligadas todas ellas a tener a la venta para poder sobrevivir. La editorial, Capitán Swing, me era desconocida, aunque ahora sé de su predilección por la temática sociológica y política y el esfuerzo poderoso por poner ciertas obras clásicas y editorialmente ruinosas a nuestro alcance. Lo adquirí enseguida, acríticamente, porque cualquier cosa de Roth tiene un hueco en mi biblioteca. Otra cosa es que este desahogo más o menos retórico tenga el mismo interés que otras obras suyas, sobre todo cuando, ya en las postrimerías de su vida, y sujeto a un alto grado de alcoholización, se advierte, apenas se empieza a leer, que su nervio imaginativo, siempre rápido para captar la imagen que retrata una situación un personaje o una tendencia social, anda de capa caída. Hay en el libro, con todo, tan buenas imaginaciones y argumentaciones que sería un pecado de arrogancia despacharlo con un exceso de piedad o una incomprensible indiferencia. El prólogo de Ignacio Vidal-Folch, que no se mete en dibujos teóricos ni retóricos, sino que tiene el buen gusto de conjugar la información con un fino análisis psicológico y político de Roth, es imprescindible como introducción al autor, aunque ya se le haya leído. Acertada es la radiografía moral que establece del autor, un ser complejo que vivió una realidad en permanente cambio que él padeció como un desposeimiento que le condujo a la enajenación, precedida por la esquizofrenia de su mujer, que hubo de ser internada: En determinadas circunstancias la sensatez es revolucionaria: Roth aspiraba a dialogar, a influir, a convencer a lectores de Ostara, la revista que formó a Hitler y que predicaba la lucha de la raza rubia y heroica contra la de los simios sodomitas hasta llegar al cuchillo de la castración. Predicar la tolerancia y el amor universal en una sociedad volcada al odio y la guerra es también ser intempestivo, y quizá por eso Roth adoptó el tono solemne de este singular ensayo . Evocar la figura de este santo bebedor en París pergeñando este grito de denuncia contra la banalización del mal, un proceso que le granjeó a Arendt tantos sinsabores, nos muestra la imagen de una Europa sumida, por obra y desgracias del fascismo en la peor de sus caras posibles. Suscita compasión la figura del autor, un ser huésped de hoteles, un hombre en tránsito, un desplazado, como muchos de sus personajes, según lo define con acierto Vidal-Folch, pero al lector contemporáneo no le son ajenos los temores del autor, ni la raíz ética y liberal de su pensamiento; antes al contrario, quienes busquen en El Anticristo el fino humor irónico, y a veces sarcástico, del reputado articulista, no lo hallarán como él solía ser, porque, al borde de la desesperación, del último fracaso, nos llega su voz con los desgarros trágicos que llevaron a uno de sus "iguales", a Zweig, al suicidio. Sin embargo, la obra está llena, de principio a fin, de felices invenciones sobre las que conviene reparar. El libro se presenta como un intento de desenmascaramiento del Anticristo, que ya ha hecho acto de presencia entre nosotros, pero al que nos cuesta identificar porque: se nos presenta con el ropaje del pequeño burgués, con el ropaje del pequeño burgués de cada país (…) equipado con todos los atributos del temor a Dios propios del pequeño burgués, con su piedad bajuna, con su vulgar avaricia de apariencia inocua y su espléndido amor, de talante incluso noble, hacia determinados ideales de la humanidad, como, por ejemplo, la fidelidad hasta la muerte, el amor a la patria, la disposición heroica para el sacrificio en bien de todos, la castidad y la virtud, la veneración hacia el legado de nuestros padres y del pasado…, algo que, con inquietantes augurios, hemos podido volver a contemplar en el auge de ciertos nacionalismos ultraderechistas en muchas partes de Europa, como si nada hubiéramos aprendido de las tragedias que devastaron nuestro continente. Con paso titubeante, pero firmeza condenatoria, Roth pasa revista a nuestros días de entonces y nos describe una sociedad “desalmada” que se mira en el espejo que  mejor la retrata: el cine. ¡Qué poderosa imagen sobre la capacidad alienadora del joven nuevo arte, la que levanta ante los ojos del lector, como un espejismo sólido, la ácida pluma de Roth! A sus ojos, algo achispados, pero de aguda mirada, el cine, o mejor, la industria cinematográfica, es un Hades que no sólo envía sus sombras al mundo exterior sino que hace también de los vivos del mundo exterior, que no venden sus sombras, dobles de las sombras del Hades. Eso es Hollywood. A su entender, y la teoría de los simulacros del ingenioso Baudrillard parece fundamentarse en estas ideas de Roth,  los jóvenes vivientes de todo el mundo que ven estas sombras adoptan el porte, la expresión, la figura y la actitud de las mismas. Ésa es la razón de que encontremos a veces en las calles a hombres y mujeres, a personas vivas, que no son ni siquiera dobles de sus sombras, como los actores de cine, sino aún menos: dobles de sombras ajenas. Un proceso que culmina en la identificación de la Caína con Hollywood: El mundo antiguo conoció el Hades, el lugar de la estancia de los muertos convertidos en sombras. El mundo en que vivimos conoce el Hades de los vivos, es decir, el cine. Hollywood es el Hades moderno. Allí las sombras adquieren la inmortalidad ya en vida.
En sus últimos años, el conocimiento que Roth tiene de la especie humana, forjado en el contacto con la vida a través de su actividad de cronista del presente y, por otro lado, en la frecuentación de la mejor literatura, la que no admite fronteras nacionales ni continentales, en la que han de incluirse obras suyas como Job o La marcha Radetzky le lleva a una amarga concepción desesperanzada de la existencia humana: Todos los animales de la creación temen al hombre. Pero hoy en día, el hombre teme al hombre más aún que todos los animales de la creación. Pues el hombre conoce el terror hacia sus semejantes mejor que las fieras. Con todo, Roth sabe que hay mucho de artificial en esos enfrentamientos entre las personas y los pueblos, porque, como nos dice con singularidad claridad, y oportunidad histórica para nuestro propio presente híbrido de hybris identitaria y ebriedad patriótica, considero raros, pero también comprensibles por igual, a todos los pueblos del mundo. Mantengo absolutamente la opinión de que los seres humanos son, ante todo, seres humanos. Y mientras no se diga en todo el mundo, en todas las lenguas de esta tierra, la verdad indiscutible de que todos los seres humanos se parecen entre sí más de lo que se diferencian, considero un pecado dar a conocer las diferencias entre los distintos pueblos antes que sus semejanzas y su igualdad.
Fiel a su ácido espíritu crítico, Joseph Roth, cuya tradición hermenéutica pasa por la decodificación exacta de las mixtificaciones del  lenguaje autoritario y de cualquier uso tergiversador del mismo, se despacha a gusto contra el neolenguaje avant la lettre que alcanzó su máxima expresión en la recreación que hizo el nazismo del fondo común de la lengua, según dejó estudiado Víctor Klemperer en La lengua del Tercer Reich. Roth, por ejemplo, toma como pretexto de su disquisición la célebre expresión de la religión como opio del pueblo: “La religión es el opio del pueblo” ¡Vaya frase! Necia, como todas las que tienen la fuera de seducir los oídos de la gente a la manera de una melodía pegadiza. Y tan alejada de la sabiduría como una música callejera. Se le podría dar la vuelta como se puede cantar cualquier canción callejera de atrás hacia adelante sin alterar su sentido musical. En esa frase, las palabras no tienen su significado original sino otro traslaticio. Igual que los sonidos de una canción de moda. Podríamos cambiar el sentido de esta frase por su contrario y sonaría igual de halagadora para un oído frívolo. Podríamos decir, por ejemplo: la incredulidad es el opio del pueblo. O, en función de los gustos: el opio es la religión de los ricos; o también: los ricos son el opio de la religión; o igualmente: los poderosos –es decir, los poderosos del momento, y no la religión– son el opio del pueblo. ¿Palabras de un filósofo? ¡En absoluto! El sonsonete de un parlamentario, ¡eso es lo que son! Lástima que sus escasas fuerzas dialécticas, en esos sus últimos días de residencia en la Tierra, no le permitieran explayarse sobre otra frase tan necia como la anterior y de inusitada actualidad en nuestro país: Una frase, tan necia como aquella que dice que la religión es el opio el pueblo. Me refiero a la frase: “La educación es poder”.
El libro no se agota en lo reseñado por mí, como es obvio, sino que alberga reflexiones de profundo interés que se ofrecen al lector a modo de pesquisa policíaca que le sigue la pista a la presencia del Anticristo en nuestras sociedades. Al hilo de la investigación, Roth describe costumbres, espacios, propósitos y despropósitos de las personas con su penetrante agudeza. No voy a olvidar nunca la delicada percepción suya de que en las casas fabricadas con cristal y metal, no necesariamente rascacielos, pero también: no hay silencio y soledad. En ellas hace ruido incluso esa cosa muda que es la luz.


Nada puedo añadir tras ese estallido de sensibilidad que no acabe convertido en horrísona y estentórea agresión. Silencio.

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