lunes, 26 de agosto de 2013

Lecturas clarasonianas estivales, y 2

II Los herederos de Santa Tecla (Novela de la vida imposible): el naturalismo jocoso.

Los herederos de Santa Tecla, a la que he calificado de novela naturalista–jocosa, es una novela-experimento que anticipa, teóricamente, los presupuestos argumentales del programa Gran Hermano: Encerrad doce personas, hombres y mujeres, de distintas edades desde los veinte a los sesenta, en una casa, tirad la llave al pozo alimentadles por una ventana, y allí se desarrollarán todos los dramas posibles en el mundo que tienen por causa el choque de las pasiones grandes y pequeñas, escoge Clarasó como epígrafe para su obra  Novela de la vida imposible, que es como  subtitula Los herederos de Santa Tecla. Clarasó, más ambicioso, o con mayor necesidad de espacio y variedad, escoge todo un pueblo, Santa Tecla, la antiguo Curvisolis romana, y de ahí el gentilicio del que sus habitantes se enorgullecen: curvisolitanos. La novela tiene todo el aire de las películas corales de Berlanga, Calabuch, Los jueves milagro. Plácido y Bienvenido Mr. Marshall, pues con todas ellas tiene no pocos puntos de contacto, del mismo modo que, desde el punto de vista estrictamente literario, lo pueda tener, salvando las distancias, con la clásica Vetusta de La Regenta. De todos modos, las novelas de comunidad cerrada, con un dramatis personae extensísimo que Clarasó nos ofrece al comienzo de la novela, forman parte del género novelístico desde la noche de los tiempos.
La historia que nos propone Clarasó es sencilla y llena de mala leche graciosísima. Un indiano que se desengaña de su patria chica decide enfrentarse a sus conciudadanos, a los que califica públicamente de topos en su madriguera, cerdos en su cuchitril y erizos ciegos con los sesos en el rabo. Sentenciado el divorcio, se encerró en su casa, se proveyó de buenos libros y buscó toda la diversión en algunas escapadas a la ciudad. Nadie le perdonó jamás esta actitud ni a él le importó que no se la perdonaran. Lo peculiar de Don Sabas es que era rico, muy rico. Y desde esa riqueza, sabiéndose próximo a la muerte se inventa un plan diabólico para vengarse de sus mediocres vecinos, porque lega toda su fortuna a un heredero nacido en el pueblo y cuya edad esté comprendida entre los 25 y los 30 años. Lo excepcional de la  novela es el enrevesado sistema ideado por el indiano para desnudar las miserias de la población y poner en evidencia su bajeza moral.
No quiero extenderme sobre el argumento por no matar la sorpresa del mismo a los posibles lectores, pero al indiano se le ocurre que ha de ser el propio pueblo quien elija a su heredero. Para ello, deja todas las instrucciones al notario del pueblo –un precolega de Rajoy- y a través de las lecturas que este va haciendo del testamento, de forma pública, ante todos los vecinos, se va escenificando una tensión competitiva y angustiosa que está, sin embargo, salpicada de un excelente humor escéptico marca del autor, suficientemente acreditado en buena parte de su producción, al menos la que yo llevo leída.
El recurso argumental que merece todos los elogios es el de la redacción del contenido de los diferentes sobres que va abriendo el notario, porque incluyen preguntas y juicios que nos permiten “ver y oír” a Don Sabas en persona, surgido del sobre como un duendecillo maléfico que vaya a conceder no los tres deseos, sino el premio gordo de sus riquezas. Resulta muy divertido leer cómo Don Sabas da sus instrucciones a medida que el notario va cumpliendo sus ordenes, que incluyen, muy a menudo, comprobaciones hechas in situ. Don Sabas organiza un sistema electoral al que tendrán acceso todos los mayores de 21 años del pueblo para elegir los compromisarios que, a su vez, habrán de elegir al heredero siguiendo unos criterios que, como es de esperar, nadie cumple, por lo que hasta el final de la novela no se revela, mediante otro sobre, cuál ha de ser el criterio último que decide quién haya de ser el heredero.
Como uno de los objetivos del finado es que parte de su fortuna revierta en los curvisolitanos que más necesidades tienen de Santa Tecla, los candidatos inician -sólo los dotados de fortuna familiar-, un desafío benéfico que, teniendo en cuenta la recompensa futura, les supone una generosa inversión presente mediante la que creen poder asegurarse la elección. Don Sabas sabe con exactitud las enormes dificultades en que van a verse los compromisarios, por sus viejas rivalidades vecinales, familiares o profesionales, para elegir el candidato con más méritos, de ahí, como ya avancé, la necesidad de poner en práctica la última decisión, suya, para elegir al heredero.
Aunque el desarrollo de la novela parece dar a entender cuál puede ser la elección, no es menos cierto que el autor tiene suficiente habilidad como para enmascararla, sacarla del horizonte de expectativas del lector y conseguir un efecto sorpresa final que lo satisface plenamente. La novela hubiera merecido entonces, y quizás aún lo siga mereciendo hoy, una adaptación cinematográfica para la que las ausencias de Berlanga y de Azcona son dos obstáculos insuperables. Quizás la vía de una miniserie televisiva pudiera ser su oportunidad para entretener a los telespectadores perezosos que  hayan reñido con la lectura definitivamente.
Como es su costumbre, Clarasó, tan aforista de recopilación y de ejercicio, introduce cada capítulo con un aforismo del  tenor del capítulo. El del capítulo undécimo sintetiza a la perfección el motivo de la obra: El dinero en el mundo estará siempre mal distribuido porque nadie piensa en la manera de distribuirlo, sino en la manera de quedárselo. Don Sabas no lo ignora, de ahí que conociendo la particular idiosincrasia de los curvisolitanos: Todos los habitantes de Santa Tecla se desprecian mutuamente desde muy antiguo. Ésta es una de las maneras de ser tradición ales de los vecinos de la pequeña población, prefiera confiar antes en el puro azar que en el escrutinio ecuánime: Pero he de elegir, y para huir de todo partidismo y de todo error, confiaré al azar el nombre del heredero definitivo. Creo que si un hombre, antes de tomar una determinación, lo piensa cien veces, o lo confía al azar, el resultado puede hasta ser mejor en el segundo caso que en el primero. El azar es mucho menos ciego que los hombres, dice, como preámbulo, en su último parlamento ante todo el pueblo reunido en la plaza mayor, momentos antes de desvelar el método azaroso del que se valdrá para nombrar al heredero y que da lugar a una graciosa escena muy propia del país de la picaresca y de los escuderos de palillo en comisura y estómagos entelarañados. Quien quiera saberlo, vaya a leerlo. De momento, las obras de Clarasó no se cotizan como algunos clásicos, dada su ingente producción, pero más vale apresurarse a adquirirlas antes de que algún librero de viejo avispado lea mis críticas y piense que Don Sabas le ha dejado a él su fortuna en forma de fondo bibliográfico.

Dejo para el final la parte teórica sobre el mester novelístico con que suele Clarasó aleccionar a sus lectores. En esta ocasión, al hilo de un encuentro con Álvaro de Laiglesia, director de La Codorniz, Clarasó reflexiona, para acentuar el realismo de su Novela de la vida imposible, lo fácil que resulta copiar del natural, como dice que es el caso, puesto que el autor se presenta como hijo de Santa Tecla y dice conocer directamente a los personajes que aparecen en la novela, de ahí el epílogo en que da cuenta de lo que fue de ellos después de la elección famosa. ¡Qué fácil es escribir sin inventar!, nos dice, para restar mérito a la labor de cronista que va a ejercer a lo largo de la novela, de ahí que cada vez se incline más a creer que el único mérito literario consiste en describir con acierto lo que no se ha visto jamás. Y concluye con una teoría que le permite llevar a cabo su obra sin menoscabo del interés que siempre tiene aquello que responde fielmente a la realidad: Creo que la literatura y la vida son cosas completamente distintas, aunque se parecen en todo. Por mucho que se viva, siempre se podrá inventar un argumento más bello y más fuerte que la vida. Y al revés, por mucho que se invente, siempre la vida nos ofrecerá un ejemplo real de más fuerza y de mayor belleza. Y así, con esta tesis por bandera, se puede acometer sin miedo cualquier empresa audaz tanto en  la vida como en los libros. La audacia era, por cierto, la cualidad que ofrecía La Codorniz a sus lectores inteligentes, la misma, paradójicamente, que se le exige al lector de Los herederos de Santa Tecla, porque audaz se ha de ser en el terreno literario para pasar por encima de los prejuicios académicos o de los grupúsculos de poder republicano y disfrutar como se debe de esta excelente e inteligente novela, a la par que audaz. 

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