lunes, 23 de octubre de 2006

1 de enero de 2...

¡Bendito día de soledad y de escrutinio implacable! Hoy emergen de las ergástulas las apasionadas ficciones, pálidas y desmedradas a ojos de los editores tiranos... ¡Y renuncio al juego de vocablo! Se van ordenando ante mis ojos, las temerosas criaturas, para que, canónigo y barbero a un tiempo, dicte sentencia de vida o de muerte: ¡qué dura la ley del espacio! Y cuando se es tan prolijo, conviene siempre la poda y hasta la erradicación.
¿Cómo saber que una ficción está viva, o muerta, sin haberse expuesto nunca al rechazo o la aceptación de los lectores? Bien es cierto que un disco extraíble de 512 MB puede contener cuanto he escrito y cuanto habré de escribir hasta que me incineren, pero las copias en papel de cuanto escribo ( ¡por triplicado además, por si, en dispendiosa hora, se me ocurre hacer de figurante en algún concurso amañado, con la esperanza ingenua de que algún conjurado moreno rasgue el velo de maya que me oculta!) van creciendo a un ritmo espacialmente insoportable; de ahí la necesidad del juicio y, sobre todo, de la ejecución de la sentencia.
Es rito tradicional, para mí, hacer coincidir el cambio de año con la suelta de lastre y la liberación de espacio. Al contenedor irán cuantos residentes míos del Lazareto, donde conviven todos los personajes de ficción que han sido, son y serán, yo me atreví a trasladar al papel para su no excesiva vergüenza, pues la gran mayoría de ellos no han tenido más indiscreto lector que yo mismo, por lo que pueden seguir paseándose por el pobladísimo recinto con la frente bien alta y la mirada como la tengan: desafiante, tímida, torva, aguerrida, complaciente, tierna, enigmática, displicente, satisfecha, curiosona....
Otra cosa, según mi viejo cuento, es lo que les ocurre a quienes han sido leídos por millones de ojos de todo tipo y condición: que viven, en aquel ámbito utópico, sometidos al escarnio, el desprestigio y la vergüenza de su humanización degradante, por limitada. Los personajes del Lazareto tienen vidas bastante más ricas de las que los autores que los trasladamos a las páginas somos capaces de inventar. Ahora bien, una vez que les hemos hecho vivir cuanto se nos ha ocurrido, de poco o nada valen en el Lazareto sus protestas y el curiosísimo relato de cuanto los autores no han sido capaces de conocer de ellos.
Así pues, hoy es día de liberación, de deliberación y de libre acción. Nada ni nadie me obliga, excepto yo, a la agresiva cirugía. ¿Aguantaré, como Valle, sosiado en Bradomín, la amputación de la extremidad sin exhalar queja ninguna? Harélo.

lunes, 9 de octubre de 2006

25 de diciembre de 2...

Goytisolo, Juan, siempre ha acometido, incapaz y pseudobarroca pluma en ristre, contra la mediocridad de la sociedad literaria española. Clama, maldito oficial él, contra los aires mefíticos y las prosas encenagadas que impiden que haya algo vivo en las letras españolas, antaño gloriosas, a fuerza de hambrientas y de vivir de espaldas a los reconocimientos del inexistente mercado.
Hoy, sin embargo, y más en estas fechas, el mercado dicta su ley y nos incita a cumplir con la elegancia social del regalo: nómina de propuestas en la que, en vano, puede ni debe buscarse obra suya. Goytisolo, Juan, recocido en su paupérrima ironía de bachiller esmerado, pone el grito en El País, que es ponerlo, acaso, en el cielo; pero se adivina, enseguida, que clama contra el olvido por cuyo tobogán lleva años deslizándose; incapaz, desde hace mucho, de levantar una ficción que se haga acreedora a tan alto nombre y que emparente con la famosa Reivindicación del rubio desdén fluido.
Peor suerte ha corrido su protegido larvario, aunque sigue ocupando su merecido puesto en el escalafón del malditismo marginal y perfectamente reconocido y asimilado por las capillas variopintas de la caótica república literaria. Con todo, ¡qué ternura despiertan aquellos retos a lo establecido!; ¡qué dulce se leen ahora aquellos desvaríos literales! No renegaré yo de ellos, puesto que en la anchísima banda de su estela caben estas lamentaciones desencajadas, aunque circulen mis verdugazos por los estrechos arcenes de aquélla. Minúscula es mi marginalidad frente a la de los malditos oficiales a quienes se les reconoce la palma del martirio crítico, pero quienes, en cambio, ¿o a cambio?, poseen un territorio perfectamente orinado en el que mucho se cuidan de que no haya intrusos que les muevan la silla de su desprestigio oficial.
Funciona esta jerarquización como ese Broadway al que se le van añadiendo offs siempre precarios, pues cualquier advenedizo trae, bien enganchado en el pelo de la dehesa, la fuerza del escupitajo que insulta a las vacas sagradas vendidas al negocio de su subsistencia, de su posición, de su rango, ¡y hasta de su pedestal!
Yo, como se sabe y he repetido ad nauseam, envidio a todo el mundo, incluso a quienes me mirarían como a un apestado y me leerían... ¿me leerían? Mejor no hacerse ficciones... Este Diario resentido y avinagrado, esta encíclica del esputo original, tiene sus lectores contados, aunque sé, desde lo profundo de mis depresiones bulímicas, que bien se merece legiones de ellos. Ya llegarán, suelo mentirme con aire dandyesco y errolflynesco, ¿o es otra de mis burdas redundancias? El por qué habrían de venir a leer estas líneas amargas, llenas de hiel y acíbar, requiere una reflexión volcánica para la que no tengo el cuerpo.
¡Y bien que se hartó Goytisolo de repetir que la verdadera literatura es la que se escribe y la que se lee con el cuerpo! Pues eso.